Columnas

Sísifo

Empujar una enorme roca desde la cima de una montaña y luego echarla a rodar. Contemplar su caída. Volver de nuevo al inicio y subirla. El absurdo es la existencia misma —dice Albert Camus. Una existencia que debemos soportar, no porque la deseamos, más bien, porque nos familiarizamos tanto a ella que le tememos más a la nostalgia que a la infelicidad. Camus lanzó hace más de setenta años un brillante argumento para describir el absurdo de la condición humana: El mito de Sísifo.

Sin que le calara muy profundamente la varicela existencialista y el marxismo ortodoxo de sus contemporáneos, fue un autor que escribió partiendo de sí mismo y no de los postulados teóricos ni de los caprichos de la academia. Un novelista directo y lúcido que —a pesar de ser herido con el adjetivo de “pesimista”— buscó sacudir las certezas de quienes lo leyeran.

Su obra provoca de inmediato una reacción dentro de nosotros, una especie de vértigo y confusión ¿Será que en realidad somos felices viviendo una vida que no elegimos, respondiendo a una rutina que detestamos o soportando a personas que solo pueden provocarnos culpa y dolor? Pienso en las muchas formas que tenemos de resignarnos.

Aceptamos la vida tal como nos obligaron a vivir. Siempre buscando guías, directrices, gurús, ministros… Esta sociedad de modulaciones publicitarias y mojigatas nos coloniza, nos agrede sin que nos demos cuenta. Pero realmente somos libres mientras no lastimemos, abusemos o mintamos. Plenos de hacernos responsables de nuestros actos. En una granja de conformismo, cualquier gesto individual es censurado por los chantajistas de la normalidad.

Ante tal estado de cosas, la única vía digna es la inconformidad. Ser inconforme es simplemente defender nuestra decisión de sentir. Ser inconforme es negarnos a todo lo que consideramos estupidez, mediocridad y letargo. Ser inconforme es nadar muy lejos de las orillas que parecen seguras.