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Iridiscente

“No te vayas a quitar la costra porque te puede quedar la cicatriz” – le dije a mi hija. Tras su mirada inquieta, continué con una breve explicación de cómo las plaquetas de la sangre creaban la costra que servía de protección para que la piel creara un nuevo tejido debajo de ella. Sus hermosos ojos cafés tenían esa linda expresión entre asombro y curiosidad.

Y es que sí, Dios nos hizo capaces de sanar. Entre las muchas habilidades que Dios le confirió al cuerpo humano, el de sanarse a sí mismo, es una de las que a mí más me sorprende. Cómo la sangre reacciona rápidamente para evitar hemorragias. Cómo los huesos pueden volver a pegarse, cómo, después de una cirugía, los órganos se reacomodan, los músculos se acondicionan, la piel se regenera. Vale la pena recordar que nuestro cuerpo siempre está regenerándose, a tal punto que, después de algunos años, todas nuestras células son nuevas, es decir, es como si estuviéramos estrenando un nuevo cuerpo… aunque no lo veamos, así es. Pero cuando nos lastimamos ese proceso es más evidente, y aunque a veces lo consideramos cotidiano, a mí me sigue pareciendo asombroso… ¡Dios nos dio capacidades para sanarnos y eso es un conocimiento poderoso!

Este mismo pensamiento regresó a mí, cuando en medio de una plática expresé que recientemente me había percatado que, a pesar de que muchas mujeres hemos tenido diferentes experiencias de matrimonio y de separaciones, al final de un divorcio, las heridas suelen ser las mismas. No importando las causas y las experiencias, en mayor o menor medida, puedes relacionarte con el dolor de otras mujeres pues el sentimiento suele ser muy parecido. “¿Y esas heridas se curan?” – me preguntaron. “Sí” contesté sin titubear. “Dios nos ha dado la capacidad de sanar. Lo único es que ese tipo de heridas sí necesitan de tu consentimiento, de tu trabajo, de tu consciencia para poderlas curar.” Y es que un raspón leve requiere nuestra intervención de cuidado y espera, pero al final dejamos a las células hacer lo suyo, cuando sentimos la costra se ha caído y todo sigue normal.  Pero nuestras heridas emocionales y espirituales requieren mucho más que eso. Reconocernos lastimadas por dentro, implica una consciencia de nuestra propia debilidad, requiere ver de frente al dolor. Querer sanar implica vernos por dentro, sin engaños, sin titubeos. Estar dispuestas a recordar situaciones complejas, a identificar nuestros propios errores, a asumir la consecuencia de nuestras decisiones, a perdonar a otros y a nosotras mismas, a aprender a cuestionarnos y saber entender, escuchar y  atender nuestras propias emociones. ¡Cuánta valentía requiere esta salud emocional, cuánta valentía!

Sanar nuestros cuerpos, sanar nuestras emociones, sanar nuestros espíritus… es sobre todo la capacidad de abrirnos al amor, al amor por uno mismo, al amor de los demás y por los demás, al amor de Dios… saber que en nosotros hay fuerza y vida suficiente para “hacernos” de nuevo, y que las cicatrices, si quedan, son recordatorios importantes de que somos lo suficientemente fuertes, amados y valientes, para sanar y ser resilientes.