Columnas

La educación sentimental

Hablar de sentimientos nunca es fácil. Quizá porque los guatemaltecos no somos personas dóciles. Me gusta definir ese “nosotros” tan manido y extraño, porque en este diminuto lugar del mundo pueden reunirse millones de imágenes e ideas sumamente complejas. En oposición a nuestra aparente timidez, la cultura que nos acompaña desde niños suele ser muy pasional. Aprendemos a odiar o amar con vehemencia, a veces heredamos estos sentimientos sin tener muy claro el motivo de nuestro resentimiento. Pareciera que ésta es la vía rápida de nuestras catarsis: celebrar o aniquilar; prejuzgar o complacer; admirar o deplorar… muchas veces sin argumentos sólidos.

Nuestra educación sentimental (título de una maravillosa obra de Gustave Flaubert) la recibimos directo de nuestros familiares y amigos. Aprendemos actitudes, por ejemplo, la forma de mostrarnos apesarados en el velorio de una tía que apenas conocimos; el rostro de ingenuidad virginal que demuestran los novios frente al altar -aunque lleven años de tener una vida sexual activa-; las retóricas borracheras luego de los partidos de futbol; las pupilas llorosas frente a la telenovela de las nueve de la noche; la resignación con que las quinceañeras bailan un vals con el tío de aliento aguardentoso. Esas cosas maravillosas e ingenuas que llenan los minutos de nuestra vida.

Crecemos junto a esa necesidad de tratar de encajar nuestros sentimientos con nuestras circunstancias. Por esa razón se nos hace muy difícil hablar de lo que realmente queremos u opinamos: pocas veces mostramos nuestras pasiones auténticas, porque aprendimos desde niños a temerle a las diferencias. El precio establecido para nuestra predecible conducta sentimental, es el silencio. Un silencio de gritos e incoherencia, un silencio violento, un silencio que nos inmoviliza en lo pasado, en lo viejo, en lo caduco.