Editoriales

De hipócritas y fariseos

La política es un campo que se presta admirablemente a la hipocresía. No es el único, pero quizá sí sea el terreno en el que más se use.

Todos tenemos una buena idea del hipócrita. Es esa persona que busca dar una apariencia que no tiene, que persigue simular lo que no es. Hace esto con la intención de lograr algún objetivo de beneficio propio por medio del engaño a los demás. Ese es su rasgo natural, el engaño intencional.

El hipócrita es necesario distinguirlo del presumido, ese que también quiere dar una apariencia que no posee, pero que resulta inocente con respecto al hipócrita. Un presumido es más un vanidoso, un esnob. El hipócrita es más profundo, más malévolo y torcido, alguien que busca no sólo aparentar sino engañar y mentir con esa apariencia.

En la superficie, se entenderá rápidamente que el hipócrita busca engañar a los demás para de allí lograr un beneficio. Quiere hacer que los otros crean que posee alguna cualidad, la que sea, que en verdad no tiene. Es, al final de cuentas, un caso de fraude, de mentira.

Pero hay mucho debajo de esa superficie de la hipocresía. Sí, todos entendemos que se trata de una mentira, de un engaño. Pero hay otra posibilidad aún más aterradora. ¿Qué sucede si el hipócrita termina creyendo que es verdad lo que aparenta? Nos referimos a eso de convencerse a sí mismo del engaño que hace a otros.

Pongamos esto de manera sistemática.

La hipocresía de primer grado es la que engaña a otros. La hipocresía de segundo grado es la que engaña a otros, pero también al mismo hipócrita, el que acaba creyendo cierta su mentira.

Un predicador mencionó el caso de los fariseos: su apariencia de haber ayunado y sufrir, cuando en realidad no lo habían hecho.

En una conversación con un político, hace algún tiempo, fue pintoresca. Habló todo el tiempo, todo. Y lo que dijo fue realmente llamativo: se veía él como una persona con “vocación de servicio”, esa frase tan usada.

Dijo que desde siempre había querido servir a los demás, que la política le permitía eso, que anteponía el bien social al personal, que… en fin, era un santo destinado a las misiones en Guatemala.

Por supuesto, se imaginó y quería lograr una impresión. Una que era falsa. Muy pocos en esta tierra son como él se pintó. Y, si lo son, no se dedican a la política.

Muy bien, era un caso más de hipocresía. Nada excepcional. El hombre, por supuesto, quería causar una impresión y nada más.

Pero, podría haberse tratado muy probablemente de un caso más profundo, de uno de hipocresía de segundo nivel. Pasado el tiempo, se descubrió la impresión de que realmente creía lo que decía.

Había asimilado la mentira hasta el punto de creérsela toda entera. Habló con emoción y vehemencia. De esas maneras que sólo tienen esos que hablan de cosas de las que están convencidos.

Y, donde eso sucede, resultará más probable encontrar casos en los que se padezca la hipocresía de segundo nivel: engañando no sólo el ciudadano, también a los que lo eligieron.

Usted los puede detectar, son los que hablan mucho, lo hacen con frecuencia y vehemencia y parten del supuesto que sin ellos toda la nación se vendría abajo. Hay muchos de ellos. Especialmente hoy día en la Institución del Procurador de los Derechos Humanos, encabezada por Jordán Rodas.

El hipócrita se mueve más en un terreno moral, queriendo pasar por bueno, bondadoso, virtuoso. Es el que vive por pose personal una vida de apariencia austera, por ejemplo.

El presumido se mueve más en terrenos de espectáculo material, queriendo pasar por exitoso.

Nuestro flamante Procurador de los Derechos Humanos, tiene las dos características.

Por una nación libre, justa y solidaria.