Columnas

De las miserias humanas

Leer los diarios y los medios en los últimos meses, es suficiente para adivinar que el mundo no marcha como quisiéramos.  Salta a la vista la infelicidad y la miseria espiritual –no sólo material- que inunda colosalmente la vida presente.

Eso me lleva a la siguiente reflexión, que de ninguna forma es religiosa, pues detesto los fanatismos.  Tampoco pretendo convencer a alguien y menos disentir en un asunto que considero es personal y debe respetarse; únicamente compartiré parte del fundamento de mi creencia individual, que otorga fuerza a mi espíritu, porque nunca se sabe cuándo pudiera caer en buena tierra.

Es muy común que hoy no se crea en Dios; se percibe como una “moda” el negar la existencia de una presencia sublime que queremos imaginar diferente a nosotros, pero no ajeno a nuestros padecimientos; en contraposición, el mundo está plagado de creciente desdicha y maldad.

Los momentos de felicidad son efímeros y hasta instantáneos.  Otros,   perduran grises y son nuestras sombras y luchas internas, lo no resuelto, los infortunios de la vida que ya no se pueden cambiar.

Pienso en todo lo que no sabemos de nuestro mundo y del universo, de lo que nos pudiera esperar después de este paso temporal, esta burbuja de aire que se forma con cada vida y contiene a cada ser humano con una circunstancia única dentro el cosmos, rozándose con otras en su camino: suspendidas todas por un hilo invisible que las une a ese “todo y nada” infinito, que nos cubre como manto inmenso y abarca todas las banalidades creadas por la mente y las manos del hombre, el cual se afana en su paso por la vida, hasta consumirla en esa vana carrera.

Muchos piensan que no puede existir un poder superior a todo lo que somos capaces de ver, incluyendo el espacio y su interminable misterio, pero lo cierto es que nuestra mente es incapaz de comprenderlo todo durante este breve paso en un cuerpo carnal. Pretender tal cosa sería un acto de torpe arrogancia.

De no haber tenido una roca espiritual sobre la cual recostarme en los momentos difíciles y las tristezas más hondas, si no tuviera esta esperanzadora duda de que alguien pudiera observar con amor infinito y sublime, jamás habría podido llenarme de fuerza interior y no creo que aún estaría aquí.  Quizá habría caído por algún abismo de oscuridad, de estos que abundan a nuestro alrededor y que no vemos con los ojos del cuerpo pero sí con los ojos del espíritu, cuando encontramos almas mortificadas y consumiéndose en oscuros túneles de desdicha, amargura e infelicidad. Algo a lo que todo ser humano está expuesto, en mayor o menor grado.

Vivir y pensar por encima de lo terrenal, lleva la mente a un nivel más alto, en el que todo lo indeseable y perverso que conocemos del mundo queda debajo, rozando el piso, incluyendo las ruindades de tantas almas que deambulan errantes.

De mi experiencia puedo decir que, gracias a aceptar que hay algo más grande y sublime que esta condición humana tan imperfecta, vivo modestamente feliz, con pérdidas y errores graves, como todos, y que serán cicatrices del alma hasta el último respiro, sí;  pero es gracias a  todo lo bueno y noble a lo cual podemos aferrarnos, que se logra continuar el camino, sin que todo el peso del infortunio nos aplaste y sin convertir nuestra presencia en un peso indeseable para el resto de la  humanidad.

Cuando se alcanza ese nivel de fe y esperanza, se reconoce al mostrar compasión por la desdicha ajena.

Dedico este artículo de opinión a todos aquellos que expelen amargura en las redes sociales, insultando cobardemente a columnistas, y que sólo se destruyen a ellos mismos y a la nación que los cobija.

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