Muerte de un presidente
#Evolución
El 30 de noviembre pasado falleció el ex presidente de los Estados Unidos de América George Herbert Walker Bush, un político de gran trayectoria en su país, cuyo hijo mayor fue gobernador del estado de Texas y posteriormente presidente de su país, y cuyo tercer hijo fue gobernador del estado de Florida y candidato presidencial. Aparte de exitoso empresario en el sector petrolero, Bush fue piloto aviador de la marina durante la segunda guerra mundial, miembro de la Cámara de Representantes, Embajador en las Naciones Unidas, Director del Comité Nacional del Partido Republicano, Jefe de la Oficina de Relaciones con China, Director de la Agencia Central de Inteligencia y Vicepresidente. Sin duda, un destacado miembro de lo que en Estados Unidos llaman “la mejor generación” que dedicó una buena parte de su vida al servicio público. Fue presidente de su país únicamente por un período, le tocó presenciar la caída del bloque soviético en buena medida propiciada por el liderazgo de Reagan y Thatcher y la aquiescencia al cambio de Gorbachov. Su mayor reconocimiento y el apogeo de su presidencia fue la liberación de Kuwait de la ocupación iraquí, punto de inflexión en la región que representa la transición entre el conflicto del siglo XX que fue la guerra fría y el nuevo conflicto del siglo XXI materializado en el terrorismo.
Desde luego que cuando se revisa la vida de un personaje recién partido, hay cierta inclinación hacia ser benevolente con su figura, pero claro está que hay muchos aspectos criticables en su extensa carrera política. Más que una reseña del sujeto, mi intención es verter alguna luz sobre el estado actual de la política que se aprecia desde la perspectiva de haber observado cambios paradigmáticos que se han dado en los últimos 30 años, en este caso, ilustrados por este político ejemplar. La frase que definió la presidencia de Bush fue “leed mis labios, no habrá nuevos impuestos”, una contundente promesa de campaña sostenida durante la bonanza económica al final de la era Reagan. La continuidad era lo natural. Ya como presidente, Bush hubo de reconocer que para financiar el incremento desproporcional en el gasto público la alternativa responsable era incrementar impuestos (no deuda). Estados Unidos tiene la ventaja que sus políticos no se recetan impuestos perpetuos, y más bien los ajustan, al alza o a la baja, en la medida de las circunstancias económicas y políticas. Bush hubo de retractarse de su promesa insigne de campaña y tomó la decisión de un estadista maduro, sancionando el alza de impuestos aprobada por el congreso para financiar el presupuesto, lo reconoció públicamente a sabiendas del costo político a sufrir por su decisión, que fue su reelección.
En nuestras latitudes estamos acostumbrados a embusteros que con todo el cinismo del caso admiten que el político más exitoso en nuestro medio es quien es más efectivo en convencer al electorado de sus mentiras y promesas falsas e irrealizables. Luego de treinta años, pareciera ser que en lugar que el electorado madure y aprenda a ser más crítico, racional y razonable en el mundo subdesarrollado como el nuestro, más bien el electorado del mundo desarrollado se comporta de forma cada vez más infantil. Buena parte de Europa occidental, siendo España un singular ejemplo, y prácticamente la mitad de la población en los Estados Unidos, no solo viven con la ilusión de que sus demandas y exigencias de corte socialista son factibles y realizables, como si por arte de magia y por gracia del déspota benévolo todos sus programas populistas pudiesen implementarse sin sufrir sus consecuencias negativas ineludibles, cargándole el costo a “los otros”, sino que además sostienen la convicción que encima tienen “derecho” a ello, sin importar a quiénes haya que sacrificar. Muy lejana es la visión imperante en la política actual de aquella donde tanto izquierdas como derechas comprendían la importancia de contener los déficits fiscales, incentivar el crecimiento económico vía la reducción de impuestos y, en general, propiciar las condiciones de libertad económica que conducen a la prosperidad. Clinton venció a Bush quien perdió la reelección, y luego se consolidó para un segundo período bajo su propia frase definitoria: “es la economía, tonto”, en el sentido que no solo capitalizó los beneficios de las políticas de apertura económica heredadas de Reagan y Bush, sino que reconoció la importancia de darle continuidad a una economía liberal (en su sentido genuino), lo cual restó importancia a sus escándalos para un electorado que disfrutó de prosperidad. La “moda”, treinta años después, entre las facciones demócratas abraza ingenua y peligrosamente el socialismo.
Otro gran ejemplo que lega Bush es la civilidad, exhibida en su dignidad y respeto tanto en la victoria como en la derrota. Demostró gran integridad al momento de felicitar a Clinton por su triunfo, con quien luego desarrollo una larga amistad, a quien le transmitió sus mejores deseos, su apoyo y, sobre todo, le instó a no desanimarse a continuar con el rumbo que se había trazado para su gobierno, a pesar de sus diferencias. En un mundo de prácticas deshonestas, descalificaciones injuriosas, animadversión desenfrenada, ideologización tiránica, irrespetuosa e intransigente que pretende imponer sus posicionamientos políticamente correctos a toda costa, de forma inobjetable e indiscutible; en un mundo donde prácticamente hay nula disposición a dialogar de forma civilizada y conciliar objetivos en común, un ejemplo virtualmente extinto como el de Bush le vendría muy bien a esta generación.