Columnas

El azote de las maras

Luis F. Linares López

Lic. en ciencias jurídicas y sociales

Para un gran número de micro, pequeños y medianos empresarios, de la periferia de la capital y de muchas ciudades y pueblos del interior del país, así como para decenas de miles de familias, el principal azote –el moderno Atila, por su crueldad y voracidad-  “son las bandas de extorsionadores, que actúan con casi total impunidad, con cada vez mayor descaro y sin que se vislumbre posibilidad alguna de que el Estado pueda erradicarlas o, al menos, reducir drásticamente su actuación. Las extorsiones afectan a más guatemaltecos que otras formas de delincuencia organizada, como el narcotráfico, y el Estado parece cada vez más impotente ante ellas.

Es ya habitual que cuando se producen múltiples hechos que conmueven la opinión pública, con tragedias como la de El Cambray, los accidentes en el transporte extraurbano o los asesinatos cometidos por los extorsionadores, la atención de los medios de comunicación y de los ciudadanos se vuelca durante un cierto lapso de tiempo. En los medios se expresa una gran diversidad de opiniones y las autoridades ofrecen tomar medidas inmediatas y drásticas. Una vez pasada la efervescencia y con novedades de otra índole, el asunto pasa a segundo plano hasta una nueva ola.

Es indudable que, como la mayoría de los males que aquejan a nuestra sociedad, el fenómeno de las maras tiene parte de sus raíces en los insultantes niveles de pobreza y desigualdad que imperan en Guatemala, que son el caldo de cultivo de muchos problemas sociales. Es además inobjetable que la falta de oportunidades, la exclusión, la desintegración y la violencia intrafamiliar; las cada vez más escasas posibilidades que tienen muchos padres y madres para compartir con su cónyuge y con sus hijos, empujan a muchos niños y jóvenes a situaciones de riesgo que los llevan a enrolarse en las maras. Entre otros factores causales de los hechos de violencia casi siempre se trae a colación el conflicto armado interno.

Pero hay que recordar que las maras afectan a Honduras tanto o más que a Guatemala, y en ese país no hubo conflicto armado. Que El Salvador estuvo regido durante 20 años por un partido de extrema derecha, formado y dirigido por empresarios, que a menudo fue presentado en Guatemala como un modelo exitoso modelo económico que debíamos copiar. Y en los tres países las maras tienen prácticamente de rodillas a la población, en tanto que Nicaragua con niveles de pobreza y desigualdad tan elevados como los de Guatemala, prácticamente no hay maras. También dicen algunos que las recientes acciones de las maras forman parte de un desafío que las maras hacen a las nuevas autoridades y otros van más lejos todavía, con las teorías conspirativas, afirmando que se inscriben dentro de un plan de desestabilización.

Lo cierto es que, sin descuidar las políticas de prevención de la criminalidad y el abordaje integral del problema, el Estado tiene la obligación de tomar medidas eficaces e inmediatas que libren a los ciudadanos del azote de las maras. El Procurador de los Derechos Humanos considera que el 70% de las extorsiones se origina en las prisiones. El reciente episodio de los mareros que anuncian un asesinato, con los guardias penitenciarios en calidad de “testigos de honor”, evidencia hasta qué punto no son cárceles, si no que santuarios de los delincuentes, sostenidos y con vigilancia perimetral del Estado. Es ahí donde se debe comenzar, a la par de impedir que utilicen los bancos para recoger el producto de las extorsiones. Otra razón de peso para eliminar el “secreto bancario”.