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Drogas y armas, el gran peligro actual

Algo Más Que Palabras

Cada día la humanidad cosecha más y nuevos peligros. Si las drogas ilícitas continúan siendo un efervescente riesgo para la salud de los humanos, también la multitud de violencias y conflictos nos están dejando sin aire para poder vivir. Nos lo recordaba hace unos días Stephen O´Brien, coordinador humanitario de Naciones Unidas, al evaluar el devastador impacto de seis años de conflicto en Siria, afirmando que la expectativa de vida en ese país había descendido 20 años. De nada sirven los avances científicos y tecnológicos, si el clima generado entre nosotros es destructivo. Tanto las armas como las drogas deben seguir estando controladas. Y en este sentido, todos, sin exclusión alguna, tenemos un papel que desempeñar para proteger, sobre todo a los más jóvenes y personas vulnerables, de las sustancias peligrosas, pero también de las atmósferas de odios y venganzas que solo conducen a aprovecharnos, para perjudicar a los demás. Hoy por hoy, la necedad nos puede, fabricamos más armas que nunca, o mostramos nuestra indiferencia ante las estadísticas, que nos muestran que cada año mueren por sobredosis lo que podría haberse prevenido y salvado.

Drogas y armas son el gran peligro actual. Lo sabemos, pero hacemos bien poco para que cesen. Hay una estrecha relación entre las sustancias ilícitas y la violencia, la corrupción y el terrorismo, entre los traficantes de drogas y las redes delictivas involucradas en el contrabando de todo tipo de artefactos, los secuestros, la trata de personas y otros delitos. Es cierto que ningún país puede actuar por sí mismo; tampoco ninguna persona por sí misma puede ganar la batalla, pero es cuestión de unidad, que todos participemos con otros ambientes más regenerados, menos corrompidos. Por ello, entiendo que hay que poner en valor la grandeza de toda existencia humana, desde su inicio hasta su término. Por desgracia, este alarmante panorama, en lugar de disminuir, va creciendo, y lo peor es que nos vamos acostumbrando a convivir con agresores que te despojan hasta de la misma dignidad humana. De ahí que, cada día, tengamos más personas débiles e indefensas, que optan por caminos fáciles pero oscuros, pues sus vidas acaban siendo controladas por las adicciones.

Ciertamente, el uso indebido de drogas causa angustia y tormento a los afectados y a sus seres queridos, pero también destruye la estructura del ser humano, de la familia y de la sociedad. Con las armas pasa lo mismo, es uno de los negocios más fuertes en este momento. Si en verdad quisiéramos la paz, reduciríamos los almacenes armamentísticos, e invertiríamos más en educación, en salud, en proteger el planeta, en la construcción de sociedades más armónicas con su diversidad, que es lo verdaderamente enriquecedor. No hay mejor manera de huir de los peligros, que custodiar otros horizontes, como es la alegría de vivir, la confianza en el día a día, o la relación de donación y gratuidad. Ahí radica la clave, en la esperanza de ser para el otro lo que aspiramos a que sean con nosotros. Soy de los que piensan, en consecuencia, que más que hacer justicia hay que dar vida, con lo que esto supone de que las mismas penas tengan como finalidad fundamental la reeducación del delincuente.

Sí el recurso a las armas para dirimir las controversias representa una derrota de la razón y de la humanidad en cada alma, las adicciones son también una capitulación a los programas de salud pública. Sabemos que las oportunidades de trabajo, el fomento del deporte, la vida sana, son una vía para prevenir las dependencias. De igual modo acontece cuando el diálogo sincero toma posiciones y se implica en la solución de los conflictos, se favorece el respeto de todo ciudadano y la consideración hacia su modo de cohabitar y de convivir. En este sentido, nos alegra enormemente que la Agencia de la ONU para los refugiados y la presidencia de Colombia acaben de fortalecer la participación de los refugiados como víctimas del conflicto en el proceso de construcción de la paz. Por tanto, es una buena noticia para el mundo que se den las condiciones para un reencuentro con el país, sus tradiciones y sus familias. Al fin y al cabo, la felicidad del ser humano mana de esa concurrencia activada por la suma de conciliaciones reconciliadas. En suma, que no podemos vivir sin concordia.

COLUMNISTA|
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Víctor Corcoba Herrero

Escritor Español