Columnas

¿Tomar la política en serio?

Va Vivimos un momento en el cual no logramos despejar los nubarrones que enlutan el horizonte para que brillen las estelas de una vida plena. Desde la caída del muro de Berlín se derrumbaron las utopías. Hoy, surgen movimientos como los que defienden el respeto a la naturaleza y a las mujeres; luchas contra la corrupción, así como la potente voz por el respeto a la identidad de los pueblos originarios. Sin embargo, aún no se convierten en torrentes que aglutinen los sueños de la humanidad.

Frente a esta realidad nos quedan múltiples veredas. O nos enganchamos en el surco de alguna dinámica social, o asumimos una actitud escéptica anodina. Otros aspiran a construir la gran utopía en torno a los objetivos del desarrollo sostenible. Lo más grave es refugiarnos en un estilo de vida apegado a lo privado, creando cercos para que no estorben la intimidad.

Este alejamiento del entorno acentúa el individualismo. De ahí que, pensar en lo público como el espacio natural de la cotidianidad, con derechos y obligaciones, nos conduce a encontrar, señala el filósofo Carlos Molina, la relación entre ética y política. Entendiendo la ética como la teoría del bien. Y la política, como la que busca el bien común en la organización y función del poder.

La política, afirma el sociólogo Manuel Formoso, es demasiado seria para dejarla enteramente en manos de los políticos. La política debe ser una responsabilidad de todos los ciudadanos, a pesar de que se ha ido imponiendo en nuestra sociedad un concepto empobrecido y peyorativo de lo político.

El desencanto, señala Formoso, hacia la política se da, porque la consideran sucia, lo cual tiene raíces históricas en todo el conjunto de acciones que han ido deformando su esencia y propósito, tales como los niveles de incumplimiento de las promesas electorales, componendas, acomodos oportunistas, existencia de la corrupción, violencia desencadenada entre los contendientes, electorerismo que desvía la atención acerca del contenido de las propuestas programáticas.

Todo esto hace, indica Molina, que las personas sientan un enorme disgusto por la política y los políticos, generando indiferencia. Delicada situación, porque vacía de credibilidad todo esfuerzo por fortalecer la democracia. Se deslegitiman los procesos electorales y disminuye en este sentido la participación ciudadana. Frente a esta situación, surge el distanciamiento entre ética y política, en tanto se sobrevalora la ética como todo aquello que es bueno y a la política con todo lo malo, al extremo de identificarla con la maldad y a la ética con la bondad.

Para alcanzar niveles de entendimiento entre ética y política, debemos pensar, afirman estos autores, en recuperar la dimensión de la honestidad, equidad y el camino de servicio a los demás. O sea, romper el embrujamiento del desorden de todos contra todos. Habrá que entender que la imposibilidad de la política como un compromiso podrá ser posible, con el esfuerzo de insertar la ética para sentar una especie de valores mínimos “sin exceso de moralismo” que, conjuntamente con la práctica, logren vencer limitadamente, la anomia y desgano en nuestra sociedad.