Columnas

Jacobo Árbenz

Guatemala es un país con una historia dramática. La conquista y colonización se tradujeron en expropiación de riquezas, racismo y exclusión de los habitantes de esta región americana. El otro hito fue la Revolución liberal de 1871, en su afán por instaurar un Estado moderno con desarrollo económico. Impulsó reformas educativas anticlericales, expropió las tierras comunales de los indígenas, creó la Ley de Jornaleros, instrumento legal para obtener mano de obra para las fincas cafetaleras.

Los gobiernos liberales perduraron 73 años por el camino pedregoso de dictaduras corroídas por la crisis y la represión como la de Estrada Cabrera, de 22 años, y Jorge Ubico, de 14. Dictadura derrotada por el triunfo de la Revolución democrática de 1944. En este marco histórico surge la figura señera de  Jacobo Árbenz.

Árbenz, joven militar quetzalteco, hizo brillar su talento y talante como estudiante de la Escuela Politécnica, y en el ejercicio de su profesión. Tempranamente asumió puestos de dirección, como miembro de la Junta Revolucionaria de Gobierno hasta las elecciones de 1945 en las que gana Juan José Arévalo.

La realidad del país sensibilizó la conciencia del joven oficial. Los niveles de discriminación social, el atesoramiento y existencia de grandes extensiones ociosas  en pocas manos, el aislamiento paupérrimo de las áreas rurales, las conductas antirracistas y excluyentes, el analfabetismo  y el poco acceso a la educación, la salud y fuentes de trabajo, la presencia sin normas de empresas extranjeras que se adueñaban de las riquezas nacionales. Estas y otras cosas, inspiraron su mente para bregar por un mejor país.

Lleno de proyectos e ideales, asume el segundo período de la revolución. Prometió a sus compatriotas que los conduciría “adelante, hacia una Guatemala mejor…” una sociedad capitalista moderna, con independencia económica, y una democracia modelo, con “bienestar y prosperidad mayores” para sus ciudadanos. Con el apoyo de una gran alianza de partidos políticos y el movimiento obrero, asumió tres compromisos: lograr la independencia económica del país, promover la industrialización y la reforma agraria para elevar el nivel de vida de las mayorías. “…antes que ninguna otra cosa, expuso Árbenz, excepto los intereses generales de la humanidad, está la independencia de nuestra patria, y una nación no puede ser plenamente libre en la esfera de la política internacional, si no lo es en el campo de la economía”.

Estas  ideas se materializaron en el inicio de la construcción de la carretera al Atlántico y del puerto Santo Tomás, para liberarse de la dependencia del ferrocarril y los muelles en manos de compañías norteamericanas. La hidroeléctrica Jurún Marinalá, para romper el monopolio de la empresa eléctrica y la reforma agraria que definió como “la fruta más preciosa de la revolución”, pensada como la panacea para superar los males del área rural.

El Decreto 900 estaba orientado a proveer a los campesinos mejores condiciones para promover la diversificación agrícola, encaminarse al progreso económico y a la superación de un sistema anticuado de tenencia de la tierra “ruinoso e inhumano”. Frente a este sueño, los opositores fraguaron la contrarrevolución de 1954 para acabar con un ideal de sociedad moderna y democrática.