Columnas

La herencia del encomendero

En una perspectiva dilatada de la historia, esto es, más allá de lo inmediato, resulta ilustrativo observar cuánto y cómo van cambiando las efemérides. Quienes tenemos más juventud acumulada (los sexalecentes, diría un apreciable colega de trabajo y edad), crecimos participando en actos conmemorativos del mal llamado Día de la Raza.

Más por efecto de las luchas populares que por fortuna, el 12 de octubre tiene hoy un significado distinto. “Nada qué celebrar” dicen, con toda razón, quienes denuncian la glorificación colonialista de la llegada de Cristóbal Colón y acompañantes a esta parte del mundo, paradójicamente llamada América. Pero si la fecha y el proceso histórico iniciado con el 12 de octubre de 1492 no deberían recordarse como la oprobiosa festividad del Día de la Raza, al menos deben dar espacio para la reflexión, aun breve, de nuestros orígenes y futuro.

Es casi un lugar común decir que los pueblos o las naciones que desconocen su historia (o peor, que tienen información incompleta, equivocada y tergiversada de ella) se condenan a vivir anclados al pasado. Pero, escuché a una especialista en prospectiva, resultado similar nace de la renuencia a pensar el futuro.

Será porque pasado y futuro, mediados por el efímero presente, son, al final de las cuentas, expresiones de ese continuo diverso, multidireccional, llamado historia.

Irresistible citar a Carlos Marx: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y transmite el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.

Una de esas pesadillas, que oprime el cerebro de muchos “vivos”, es la amarga herencia del encomendero, verdadera cárcel de larga duración, la mentalidad anacrónica de quienes, en Guatemala, no quieren enterarse que estamos en 2016 y no en 1542, año en el cual los tatarabuelos de los actuales oligarcas pusieron el grito en el cielo porque, con las Leyes Nuevas, se establecieron algunos límites legales a su “derecho natural y de conquista” de vivir a costa de la sangre y el sudor de los pueblos originarios.

Apelaciones a los poderes celestiales que se escuchan ahora, a propósito de la propuesta de reconocimiento expreso del sistema jurídico de los pueblos indígenas, contenido en el paquete de reformas constitucionales en materia de justicia, sometidas ya a consideración del Congreso de la República. El debate sobre ese punto, si se logra profundizar la discusión pública de la reforma constitucional, es una moneda en el aire: por el peso de la herencia del encomendero.

Un petate del muerto para asustar a votantes clasemedieros, capaces de tumbar pacíficamente a un gobierno de rateros, pero impermeables al hecho de que Guatemala no será viable mientras persista la mentalidad encomendera-finquera, base del racismo, abierto y vergonzante, que lastra a este país.