Columnas

Héroe olvidado (I)

En 1564 desembarca en Veracruz el dominico Fray Juan Ramírez de Arellano, nacido en 1529 en la villa de Murillo de Río Leza, en La Rioja. Egresó del Estudio General de Teología del convento de San Esteban, donde se formaba la élite de los teólogos y juristas dominicos, dentro de la universidad de Salamanca, que vivía su siglo de oro. Fray Juan se había ofrecido de voluntario para ir de misionero a la Nueva España, declinando la posibilidad de una brillante carrera en las aulas salmantinas.

Al llegar a México trabaja en la región mixteca de Oaxaca, donde entra en contacto con la dura realidad de la explotación a la que continuaban sometidos los indígenas, luego del alivio, como mencionamos en la columna anterior, de las Leyes Nuevas impulsadas por Fray Bartolomé de las Casas, fallecido en 1566. El celo lascasiano había menguado y la misma Orden de los Predicadores utilizaba mano de obra gratuita para construir sus conventos y templos. 

El gran historiador dominico Antonio de Remesal señala la extrema preocupación  de Fray Juan por los sufrimientos de los indígenas sobre lo que “escribió mucho, y lo decía en secreto, en público, en la celda, en el púlpito, y en todas ocasiones que entendía que debía aprovechar, y nunca quería absolver a quien tuviera indio de servicio, o de repartimiento”. En el Sínodo mexicano de 1585 presentó un informe sobre la situación de los  trabajadores indígenas, proponiendo suprimir el repartimiento y que se pagaran salarios justos. Al responderle que lo estudiarían, pero mientras tanto no se pronunciara públicamente sobre el tema, respondió con la frase de los Hechos de los Apóstoles: “Es mejor obedecer a Dios antes que a los hombres”.

Dado el limitado espacio del que disponemos, remitimos a nuestros lectores a un interesante libro, Fray Juan Ramírez de Arellano, de José María González Ochoa, publicado por el Instituto de Estudios Riojanos, del gobierno de esa comunidad autónoma, que constituye un aporte valioso para conocer la trayectoria de un héroe olvidado en la lucha por la justicia y los derechos humanos en nuestras tierras.  Un hombre cuya vida –como afirma el biógrafo– estuvo marcada por una profunda fe y una coherencia entre su pensamiento y su obra, que le llevó a ponerse siempre al lado de los más débiles.

Sin embargo, es importante destacar que en 1593, convencido de que solamente influyendo ante la Corte española, como en su momento lo hizo Fray Bartolomé, podía ponerse coto a los abusos contra los indígenas, regresó a España. En el Archivo General de Indias hay constancia documental de sus gestiones ante el Consejo de Indias, las cuales fueron infructuosas por las largas que dieron Felipe II y Felipe III, designando una junta tras otra para estudiar las denuncias, pretextando que el interés general –vale decir de la Corona– demandaba que se mantuviera el trabajo forzoso en la medida en que las autoridades de las colonias lo juzgaran conveniente. 

Para librarse de la presión que ejercía fue nombrado, a sus 71 años, para presidir la aislada y pequeña diócesis de Santiago de Guatemala, a lo que se resistió inicialmente, pero al final aceptó por su voto de obediencia. Antes de salir para Guatemala, contra el parecer de Felipe III, quien pidió a los superiores que le aconsejaran desistir, acudió ante la Santa Sede, aunque sin mayores resultados, dado el desmesurado poder de la Corona española. Es, en todo caso, otra prueba de sus tenaces empeños a favor de los indígenas.

El primer obispo dominico de Guatemala llegó el 25 de octubre de 1601, dedicándose  de inmediato a una intensa actividad pastoral. Entre 1602 y 1603, a pesar de su avanzada edad, recorrió toda la diócesis, que entonces abarcaba la mayor parte del territorio de Guatemala (a excepción de las Verapaces y Petén, que hasta 1608 estuvieron a cargo de la Diócesis dominica de Verapaz) y de El Salvador.

Con apenas unos meses de haber llegado a Guatemala, el 25 de enero de 1602, envía al rey una primera carta, en la que propone que la Corona se ahorre los sueldos de corregidores y alcaldes mayores, que hacían a los indígenas agravios e injurias a cada paso, señalando que eran tan necesarios en los pueblos de indios como podían ser los moros o los turcos para gobernar a los españoles en Valladolid o Madrid. (Continuaremos).