Columnas

Panteón cívico: ¿valió la pena?

Hacia el final de los largos meses, durante los cuales Macondo fue azotado por la peste del insomnio y la desmemoria, volvió Melquíades. Se acercó a saludar a José Arcadio Buendía quien, relata Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, lo recibió con “amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo”. “Pero el visitante advirtió la falsedad”, continúa el novelista colombiano. Y a renglón seguido describe el efecto íntimo que tuvo Melquíades: “Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte”.

Ayer, 1 de noviembre, entre fiambre, jocotes y ayote en dulce, relativizamos el lapidario juicio del gitano que llegó a ser heraldo de la modernidad, en aquel imaginario pueblo del litoral colombiano. Ciudadanos de Macondo, a fuerza de vivir en un país donde la realidad empequeñece a la ficción, hicimos ese alto anual para rendir culto gastronómico a la muerte y rescatar de sus eriales solitarios a quienes partieron antes. Convocado a un centro comercial al sur de la ciudad, para recibir de juveniles manos la dotación de fiambre encargado previsoramente algunos días antes, el que escribe tuvo la gustosa suerte de encontrar a una querida compañera, citada al mismo lugar con igual propósito.

La conversación, cómo no, derivó hacia el territorio del recuerdo donde viven tantas y tantos camaradas que ofrendaron la vida para darle a Guatemala un destino distinto. Al despedirnos y poniendo el cierre a nuestra breve como recurrente excursión por los anaqueles de la memoria, pregunté a Elizabeth Osorio, mi interlocutora: ¿valió la pena su sacrificio? “La mitad de mi familia murió en esto y aunque se me haga un nudo en la garganta, creo que sí valió la pena”, fue el resumen de su respuesta. Pero aún sigo meditando acerca del sentido del sacrificio de miles de compatriotas que, mayoritariamente anónimos, forman parte de un panteón cívico a donde deberíamos llevar flores todos los días del año.

Desde el 30 de noviembre de 1821, cuando Mariano Bedoya y Remigio Maida se convirtieron en las primeras víctimas mortales de la intolerancia política y la impunidad por oponerse a la anexión al imperio de Agustín de Iturbide, el almanaque del martirologio nacional no dejó de llenarse. Tal vez quisiéramos una historia menos trágica, con más cantos de vida y menos responsos mortales. Pero es la que nos tocó y viendo hacia el presente-futuro, para honrar ese panteón cívico, conviene recordar a sus pobladores con la dulzura de sus más profundas motivaciones humanas, verdaderas semillas de la felicidad posible.

Acaso desde un improbable coro de otra dimensión, ellas y ellos hagan propias las palabras de Julius Fucik: “He vivido por la alegría, por la alegría he ido al combate y por la alegría muero. Que la tristeza no sea nunca unida a mi nombre”.