Columnas

La tentación y la nada

Siempre existe la tentación de aislarse. Desaparecer física y emocionalmente de lo que existe alrededor. No se soporta ni leer noticias ni salir a caminar por la Ciudad de Guatemala, donde tarde o temprano, surge la molesta presencia de un centro comercial. Siempre existe la tentación de extinguirse. Irse de largo sin parar en ningún sitio, como si la vida fuese una  carretera y no tuviésemos más casa que el vehículo que nos mueve. Sin llegar a un punto fijo que nos retenga hasta la muerte. Matar el apego.

Nunca corromper el mito de la compañía ni el mito de la soledad. Siempre existe la tentación de callar. Guardarse bien adentro las palabras y dejar que hablen los otros: charlatanes, locos, mediocres y demagogos sentimentales. Porque la boca no piensa, solo traga, escupe y habla. Estar frente al espejo y hallarse como se contempla una película muda. Gestos que digan todo. Miradas que digan todo.

Siempre existe la tentación de dejar todo tal como está. Nada desaparece, la materia solo se transforma (dicen los eruditos) y bajo tal justificación permitir que la existencia que conocemos se destruya con la misma simpleza con que se pudre una manzana o el cadáver de un conejo arrollado en la autopista. Nadie recordará lo que hicimos o no hicimos. Esos logros de vida: la materia que construye nuestros egos. Siempre existe la tentación de no pensar en nada. Flotar con los ojos cerrados y llegar hasta la puerta donde uno escapa de la vida.

Dormir un sueño químico que nunca se detenga. Adelgazar hasta ser una línea que se borra en la oscuridad. Siempre existe la tentación de no caer en ninguna de estas tentaciones. La tentación de seguir buscando algún eco entre la gente. La tentación de no abandonar nuestra casa y el país en el que nacimos. La tentación de seguir hablando, protestando y exigiendo. La tentación de insistir en que la fe mueve montañas. La tentación de pensar y pensar y pensar en que ninguna noche puede ser interminable, que siempre llega el amanecer.