El dercho a la revolución
Fidel Castro fue un revolucionario. Digan lo que digan, sobre todo las voces que provienen de la extrema derecha y el conservadurismo. Dirigió un movimiento revolucionario y luego gobernó para construir, crear y crear un modelo de desarrollo que, a pesar del embargo y otras condiciones externas e internas, hoy mismo sigue mostrando indicadores sociales y económicos envidiables. También fue responsable y partícipe de errores, muchos muy graves por sus implicaciones humanas. No se trata, pues, de endiosar a un ser humano que fue protagonista de la historia mundial. Pero tampoco de satanizarlo. Fue un revolucionario y eso es su atributo. Pero más allá de la figura de este u otro personaje y más allá del culto a la personalidad de cualquiera, se trata de que la revolución sea un derecho al que todos podemos y debemos aspirar. Y del que todos debemos ser parte en la condición, nivel o aptitudes que sean.
La revolución en todo campo y en todo aspecto de la vida es tan necesaria como aprender a respirar, reír o llorar. Debe ser una característica infaltable a la hora de definirnos como humanidad, tanto en nuestras versiones colectivas como en la expresión individual de la misma. Ser revolucionario es sentir, pensar y desear que las cosas del mundo y de la vida cambien, que sean distintas. Sobre todo, es el anhelo que nos debe nacer siempre ante situaciones que nos agobian, nos oprimen o no nos permiten construir el horizonte al que debemos llegar, ni nos dejan moldear el camino por el que pretendemos avanzar. Cuando las situaciones nos niegan la libertad o se oponen a nuestras pretensiones más profundas, el único camino posible es el de revolucionar esa realidad. De lo contrario, cuando no ejercemos nuestro derecho a la revolución, nos dejamos aprisionar por el conformismo, la pasividad y cedemos las decisiones y las visiones a otros. Es en la revolución que la indignación se hace movimiento, se hace verbo, se hace camino.
Tenemos derecho a la revolución en todo. No se trata solo de los cambios estructurales de la sociedad (tan fundamentales y cruciales), sino también de revolucionar nuestros modos de relacionarnos, nuestras visiones, nuestros esquemas mentales, nuestras sensaciones e ideas. Se trata de ser revolucionarios en el arte, en el deporte, en la educación, en la vida cultural y social, en la familia, en la participación política. Para ello es preciso abandonar el conformismo y la ceguera, esa que es la fuente principal de la ausencia de revolución.
Que quede claro: hablar de revolución no es hablar de violencia, de armas o de destrucción de la vida. Lo más revolucionario en nuestros tiempos es la capacidad de incidir a favor de los cambios sin utilizar las armas, sin el irrespeto o la agresividad. Hoy es más revolucionario aquel o aquella que desde la paz y la dignidad hacia los demás influye en las transformaciones que el mundo amerita. Por eso, es tan necesario y urgente que podamos mirar hacia adentro, hacia la espiritualidad (no en su sentido religioso) que permite la consolidación de visiones, sensaciones y opciones personales a favor de la vida. Las luchas revolucionarias necesitan de esa fuerza interior que solo proviene de la convicción firme, y del sentimiento personal, de que la dignidad, la paz, el desarrollo, la igualdad y otras demandas, son necesarias y posibles de alcanzar. Y recordemos que no hay revolución sin amor, porque el amor es la revolución más total y poderosa que podemos vivir.