Columnas

Mis recuerdos de navidad

La Navidad es uno de esos momentos fugaces, como la vida misma. De niño se espera con cuetes, estrellitas y cachinflines. Hay arbolitos con luces y ventanas con nacimientos. En los caseríos cuelgan frutas, flores silvestres y pino que se riega en el suelo de tierra seca para crear frescura y olores de verdor. En ese espacio viví mi infancia correteado por la alegría lejos de la capital en Quezaltepeque, Chiquimula.

Apenas pude sentir las estrellitas en mis manos que fulguraban por la noche y en la iglesia evangélica nos preparábamos para representar en un modesto teatro, el nacimiento de Jesús. Mi padre predicaba y mi madre junto con otras señoras cantaban himnos de alabanza esperando el momento de la Noche Buena. Más abajo, de la imponente iglesia colonial, se escuchaba el tecleado sonoro del piano y campanas, los rezos y el sermón del padre franciscano. Arriba del pueblo, en una de sus calles, era el tun y chirimía con sorbos de chilate que en silencio el sacerdote Chortí pedía al joven dios del maíz, abundancia de lluvias y cosechas.

«El correr del tiempo se detuvo para mirarnos crecer.»

En ese pueblo metido en la hondura de un círculo de montañas que miraban con solemnidad, parecido al asiento de un guacal, al final de la noche todos los niños nos reuníamos a jugar con los escasos fuegos artificiales que se compraban para la ocasión. Algunos recibían un carrito o una muñeca de regalo. Otros una camisa y un pantalón. Siempre hubo niños a quien esta alegría nunca les llego. Pero en medio de estas diferencias, fuimos niños y logramos jugar por las calles empedradas sin miedo a la noche y sin miedo a los fantasmas porque ahí, aún no vivía la violencia ni el terror. El correr del tiempo se detuvo para mirarnos crecer. A pesar del bienestar de unos y la pobreza de otros, los resentimientos no lograron truncar la alegría de la Navidad, porque era el momento en el que salpicaban por la orilla de las aceras, los corazones abiertos floreados de sensibilidad y de cariño para abrazarnos de manera fraternal. Son momentos que el reloj no debería de atajar, sino hacerlos eternos para sentir que todos somos seres humanos. A esa edad la muerte está lejana, muy distante porque prevalece la felicidad de la vida.

Caminábamos por las calles del pueblo y nuestros ojos se asomaban curiosamente a la orilla de una ventana adornada con un pesebre. María, José y el Niño Jesús acompañados de los reyes magos sobre camellos fulgurantes con trajes y colores de fantasía. La noche transcurría perezosamente mientras degustamos la mirada con adornos de musgo y piedritas del río con un poco de aserrín de colores para simular caminos entre las montañas. De patojos correteamos. Tomamos chilate en jícara endulzado con dulce de panela. Perseguimos el rugido culebreado de los cachinflines, la explosión de cuetes y morteros con adornos de estrellitas. Y nuestras risas se colaban en medio de las calles bajo la mirada soberbia de cerros y montañas esperando que el cansancio nos durmiera. Esa fue mi infancia de Navidad.