Columnas

La paz de los que aman

Hace 20 años se firmó la paz en nuestro país. Ahí concluyeron años de enfrentamiento armado interno que causó miles y miles de víctimas. Allí en ese lejano 1996, los Acuerdos de Paz fueron convertidos en una guía fundamental para nuestro país. Pero las causas estructurales ni por asomo se han transformado, y esa guía clave para reconstruir nuestra sociedad, ni ha sido asumida en sus aspectos más sustantivos, ni se le considera una referencia. La pobreza profunda, la desigualdad, la exclusión, el subdesarrollo, no fueron superados y hoy está claro que siguen aquí, entre nosotros. Algunos cambios, algunas modificaciones, pero no transformaciones en estructuras o sistemas.

¿De qué paz puede hablar el campesino que no siente tener un presente pleno, mucho menos un futuro para sí y su familia? ¿De qué paz puede hablarse si las mujeres siguen siendo excluidas de los protagonismos políticos, sociales y culturales? ¿De qué paz podemos hablar con la desnutrición vergonzosa que mata a nuestros niños y niñas? ¿Qué paz sentimos o conocemos si la violencia urbana es terriblemente una realidad cotidiana y diversa? ¿Cómo construyen la paz la homofobia, el racismo o adultocentrismo? ¿En qué medida la paz es el resultado de un sistema escolar que sigue ocultando la historia concreta que hay detrás de la violencia, la conflictividad y la irracionalidad de nuestro presente?

La paz debió hacerse concreta, real, plena, integral, a partir de esa agenda en 1996. Pero no fue así. En parte, porque no se quiso tocar con profundidad las causas económicas de la realidad que sufrimos y en parte porque la clase política se apropió de ella. Son esos sujetos políticos, los personajes más desagradables de nuestra realidad, los que llegaron a monopolizar el discurso sobre la paz y con ello le quitaron su sustancia. La desnaturalizaron. Y claro, no podemos dudar de que fueron sus decisiones las que nos han robado la paz como anhelo y como construcción real y concreta. No creo, por ello, que debamos pensar que estamos destinados a que sea esa misma clase política la que construya la auténtica paz. Esta proviene de otro tipo de personas: las que aman. La gente que ama, en el sentido de anhelar la vida en plenitud y armonía, es la que tiene muy claro que la felicidad es una ventana que se abre para afuera. En otras palabras, quienes aman de verdad lo hacen con y para otros.

Por ello, la injusticia, la exclusión y la violencia hacia otros les sienta mal. Quien ama de verdad, anhela la igualdad de las cosas buenas. Por eso, un corazón lleno de amor es un corazón que construye paz, que se enriquece con la paz. Es aquí donde encuentro la conexión necesaria entre lo espiritual y lo político: la fuerza interior de quien ama y el horizonte social por el que se compromete. Mientras a la paz la consideremos solo un papel o un silenciamiento de armas, sin consideraciones económicas, sociales y políticas de carácter estructural, seguiremos buscando una paz para pocos, o una paz para acallar conciencias.

Pero si esos cambios estructurales no se fundan en el amor hacia todo lo vivo, no podrá construirse desde la fuerza interior que nada puede detener. Necesitamos seguir pensando, construyendo y trabajando por la paz en nuestro país, porque en este camino, solo en este, existe la posibilidad de que la utopía de la igualdad siga siendo el faro poderoso que nos oriente y guíe. Que el 2017 sea para ello.