De humanitarios y otros fantasmas
Últimamente los guatemaltecos hemos sido testigos de una serie de eventos desafortunados que, como la mecha de una ametralladora, han ido desencadenando tragedia tras tragedia tras tragedia, cada una más dolorosa que la otra, cada una más evidente que la otra.
Si de algo nos caracterizamos los chapines, es de estar siempre dispuestos a tender una mano cuando hay un problema puntual: nos organizamos y ponemos en marcha campañas, sorteos y ventas a beneficio de las personas que están en crisis.
He de decir que, además, somos muy eficientes y capaces de reunir inmensas cantidades de dinero, víveres, ropa y demás artículos de primera necesidad, con toda la buena voluntad que habita en nuestros corazones, para soldar con un poco de calor humano esos agujeros que dejan filtrar la triste realidad de la niñez de nuestro país. Y hablo en primera persona, porque me incluyo en ese grupo; por supuesto, ante los sucesos de las últimas semanas, también participé en lo que pude para ayudar.
Sin embargo, hay algo que me ronda la cabeza todo el tiempo cada vez que algo así sucede, y es que precisamente estas cosas han sucedido siempre y suceden hoy y seguirán sucediendo. No puedo evitar preguntarme quién está haciendo algo hoy para modificar esta situación de raíz.
Las organizaciones “humanitarias”, ¿dónde están? ¿Dónde está la plata para organizar movimientos masivos en torno a la temática de la niñez, en otro momento que no sea cuando ocurre una tragedia? ¿Dónde están las iniciativas de ley y los acarreados para amedrentar al gobierno para que los niños en situaciones delicadas puedan optar a una vida mejor? ¿Dónde están los maestros peleando por los derechos de los alumnos? Lo único que veo es a dirigentes sindicales al frente de otros cientos de buitres, buscando llenarse las bolsas.
A la Iglesia peleando a capa y espada contra la pena de muerte, el aborto, el control de natalidad e incluso la educación sexual, pero sin mover un dedo para modificar la Ley de Adopciones, “la adopción es la solución”, dicen. ¿Cómo, si ni siquiera es una opción? Veo a las organizaciones supuestamente campesinas, llenándose el buche de plata internacional para sabotear proyectos de desarrollo, alimentando la conflictividad en el país y aprovechándose de la ignorancia.
El problema, insisto como disco rayado, es mucho más profundo: es político, es social, es gubernamental, es de todos. Nadie aboga por esos niños. Nadie. Ni siquiera nosotros, que creemos hacer alguna diferencia con nuestras donaciones, que al fin de cuentas son nada más que un chorrito de agua para apagar una centésima parte del incendio que, en primer lugar, el Estado debería encargarse de prevenir.
Me indigna la ironía de un Estado paternalista que es, honestamente, un mamarracho paternando. El equivalente al papá “bueno para nada” que se gasta el sueldo del mes en guaro. Algo está mal para que los hogares “seguros” estén hacinados y sobrepoblados, y creo que no es precisamente la baja capacidad de los establecimientos, sino el exceso de niños.
¿Cuál de todos esos fantasmas humanitarios va a luchar por un cambio real para ellos? ¿Cuál de todos los fantasmas extranjeros va a aparecer para intervenir, como intervienen en otro montón de asuntos de índole política? ¿Cuándo van a dejar de revolver el charco de problemas que ya quedaron atrás en este país, para empezar a mojarse los pies en el pantano que tienen enfrente y que nadie toca? Tal vez cuando las prioridades dejen de ordenarse en función de la plata que representan, las ideologías que solapan y los intereses que alimentan.