Columnas

Ahora

Guatemala es un enorme charco de soledad. Una sociedad empozada en la intemperie, en el descuido y en los efectos propios de una continua improvisación. Nuestros planes a corto plazo sostienen las paredes de un país siempre a punto de colapsarse. Una casa al borde de la demolición donde el cartucho de dinamita, por una suerte mágica y cruel, siempre se apaga a punto de estallar. Este lugar donde gobernar, legislar o invertir son eternos experimentos para administrar una crisis que jamás concluye. Lo nuestro es correr a toda velocidad hacia el abismo y detenernos justo a punto de dar el gran salto.

Los guatemaltecos somos los puntos suspensivos de esta hoja en blanco. Nunca damos inicio a ningún párrafo, porque retenemos las palabras de manera que nuestra ira nos rebote muy en el fondo. Hablamos quedito, pero nuestra rabia incendia cualquier silencio. Ubicamos el desprecio en el lado equivocado de nuestras cualidades y optamos decididamente en persistir con los mismos errores. Creemos una y otra vez en los discursos trasnochados y paternalistas que recurren a las mismas frases hechas, ¿y todo para qué?, para quitarnos de encima la difícil responsabilidad de controlar nuestro destino, para volver a culpar a los viejos conocidos enemigos del “pueblo”; así nos desfalcamos apostándole al caballo perdedor como si perder fuese parte de nuestro destino inconcluso Nuestra mayor tragedia es permanecer en los andamios de una nación tardía. Iniciando finales sin comienzo.

No. No quiero caer en el viejo y provinciano ejercicio del pesimismo comparativo. Tampoco en la enumeración de nuestros males con esa postura decimonónica del buen salvaje o del chambelán del Primer Mundo. Me interesa subrayar el aquí y el ahora. Algún día se irá el fracaso de nuestro vocabulario cotidiano, algún día nuestras palabras corresponderán a nuestras acciones.