Columnas

Las rupturas de abril

En abril, hace dos años, se desató un movimiento ciudadano cuyos efectos siguen incidiendo en la coyuntura; es un fenómeno vivo y en curso, que se expresa de diferentes maneras, sin desenlaces definitivos, pues aún no concluye. Un balance preliminar indica que se rompieron las hegemonías históricas o una buena parte de ellas. No es fácil interpretar fenómenos sociales en curso, pues sus elementos constitutivos y sus contradicciones pueden cambiar, pero podemos aventurar algunas lecturas, sujetas al veredicto de la práctica, que es el mejor criterio de verdad. Un primer error de interpretación es creer que el fenómeno que analizo se originó con las concentraciones en la Plaza de la Constitución.

Esa confluencia ciudadana fue la gota que derramó el crisol de contradicciones políticas, sociales, económicas y culturales acumuladas durante el último medio siglo. Por ello, sus efectos trascienden las renuncias de Baldetti y Pérez Molina, la lucha contra la corrupción y la demanda de justicia. Tras décadas de lucha, las marchas de abril precipitaron la ruptura de la hegemonía de la oligarquía, del Ejército, de los partidos políticos y de las iglesias, fraguadas durante siglos, cada una en su ámbito de acción. Algunos teóricos, como Antonio Gramsci, sostienen que la hegemonía existe cuando la clase dominante no solo es capaz de obligar a una clase social subordinada a que satisfaga sus intereses, renunciando a su identidad y a su propia cultura, sino que los dominadores también ejercen control total en las formas de relación y producción de los dominados y el resto de la sociedad.

La hegemonía de la clase dominante guatemalteca se fraguó por siglos, desde el gobierno del Marqués de Aycinena, hasta la fecha. En lo social, esa hegemonía se apoyó en la Iglesia católica, controlando la educación y proscribiendo las culturas y los idiomas indígenas. En el ámbito político, el dominio se asentó en el control del aparato del Estado, instituyendo sus leyes, imponiendo gobernantes, jueces, comandantes militares y jefes policiales. Todo este andamiaje, por supuesto, se afincó en el férreo dominio de la estructura económica, es decir, en un draconiano control sobre la tierra, el comercio, la banca y los recursos naturales, estableciendo formas de producción subordinada de indígenas y ladinos pobres.

Todo este sistema se cimbró y agrietó durante el conflicto armado interno, y no se derrumbó porque el movimiento guerrillero quiso alcanzar una victoria militar, sin entender que su fuerza era social. El Ejército defendió al sistema a sangre y fuego, masacrando y desapareciendo a miles. Después se cobró su parte, manteniendo control sobre parte del aparato estatal, e incursionó en la política, en los negocios ilícitos y en la corrupción, generando un clima de impunidad generalizado. Con la firma de la paz, la clase dominante recompuso parcialmente su dominio económico, pero una nueva casta de empresarios corruptos y políticos venales le disputó el poder político.

El crimen organizado, la corrupción galopante y la descomposición social torpedearon un barco que el levantamiento de abril y la CICIG encallaron. Hoy, políticos corruptos, empresarios evasores y militares genocidas están enjuiciados o huyendo; el Cacif languidece, la impunidad se reduce, los pueblos indígenas reivindican su cultura y las clases dominadas comienzan a ejercer su poder soberano, cuestionando viejas hegemonías, que tienen sus días contados. Es el momento de la acción política para construir una nueva Guatemala.