Columnas

Memorias del subdesarrollo

Crecí en medio de dos épocas: la de un profundo miedo y la de un más profundo desencanto. El miedo que durante la década del ochenta gangrenó a la clase media y dejó como resultado este zoológico de pusilánimes ciudadanos del consumo, incapaces de reaccionar ante el abuso de las cúpulas económicas y políticas que manejan (así, con ese término descaradamente excluyente) el destino de esta migaja del planeta. Y los aún más deprimentes noventas, donde el desencanto se convirtió en una excusa para la inmovilidad “crítica”.

«Una izquierda mesiánica y oenegizada llenó sus maletas de discursos y se marchó hacia un pasado sin retorno».

Para muchos fue la época del retorno: el retorno del exilio, el retorno a la democracia. Una democracia impuesta y a la que parecíamos no estar acostumbrados. Nuestros padres suspiraban por que volvieran las ejecuciones extrajudiciales, porque en tiempos de paz era imposible que alguien garantizara un remedio eficaz contra la delincuencia y su constante amenaza al confort y a la propiedad privada.

Una izquierda mesiánica y oenegizada llenó sus maletas de discursos y se marchó hacia un pasado sin retorno. Los líderes democráticos fueron atrapados por las enormes burocracias del chanchuyo político y a los jóvenes se nos endosó la amargura y el fracaso de una reconciliación que hoy en día nadie toma en serio.

En el 2017 mi memoria personal del subdesarrollo es esto: un pasado que nunca termina, un presente asfixiante y un futuro en la más resignada oscuridad. Es triste lanzar cada día una moneda al aire para decidir si quedarse a sobrevivir en Guatemala o irse buscando posibilidades en otro sitio. Subdesarrollo no es necesariamente pobreza, es indiferencia, es ignorancia, es asumir que la resignación y la asfixia son el único camino que nos queda para mantenernos con vida.