Columnas

El escabroso camino de la educación pública

Desde las primeras leyes de educación nacional hasta la actual, se establecen los ideales para configurar un sistema educativo de carácter público, gratuito y obligatorio. Estas regulaciones han reconocido la tendencia adoptada en la mayoría de países considerando que una condición fundamental para alcanzar el bienestar y el desarrollo la constituye la educación escolarizada para toda la población.

El espíritu de la legislación educativa consiste en proveer a la niñez y juventud de los aprendizajes necesarios para el desempeño de un puesto de trabajo, adquirir los procesos de socialización que exige la democracia y la convivencia pacífica entre los ciudadanos y desarrollar las habilidades y valores que demanda la esfera privada para el ejercicio propio de la autonomía y la realización de marcos éticos y culturales diferenciados. El carácter público del sistema educativo está asociado a la relevancia de sus funciones. La función económica ordena el conjunto de capacidades y cualificaciones necesarias para el mundo laboral vinculadas a la movilidad social sin distinción de clase socioeconómica.

La educación pública también tiene bajo su responsabilidad el aprendizaje de los lenguajes, el conjunto de mecanismos y formas para debatir y resolver los asuntos que afectan a la colectividad basándose en la interpretación de la ley y el interés del bien común. Además, se considera esencial la construcción de los aprendizajes sustentados en la ciencia, las artes y el reconocimiento de los marcos éticos de los derechos básicos de los seres humanos y su cumplimiento.

Por los efectos que tiene la educación en la vida de los individuos y en el conjunto de la sociedad, a nivel discursivo se establecía su carácter obligatorio y se delegaba al gobierno como representación pública del Estado su organización. También, dada su importancia, debería asignársele el presupuesto suficiente para que fuera gratuita. En realidad se ha promovido un proyecto social que sistemáticamente ha fracasado para hacer de la educación una prioridad de la política pública y ser una condición del bienestar o al menos un compensador social ante la pobreza que históricamente ha padecido el país.

El sistema educativo no genera condiciones de equidad, más bien ha sido permanentemente un servicio que se ofrece, según la adscripción por estrato social y religión. Desde las primeras leyes de educación hasta la fecha se ha asignado una diferenciación para garantizar la educación privada. Hasta el pasado reciente, grupos reducidos de la élite económica se reservaron el derecho para separar a las clases populares o a los indígenas de una educación que fuera similar.

En la actualidad estos grupos prefieren enviar a sus hijos a estudiar fuera del país o en colegios con una oferta educativa avalada en el extranjero. Para los grupos de clase media se ofrece un tipo de educación privada teniendo como eje central la religión o colegios técnicos emergentes. A los pobres se les ha condenado a una educación pública que por sus carencias presupuestarias y abandono, difícilmente ofrece aprendizajes de calidad. Los más pobres ni siquiera asisten al sistema educativo.

La educación pública ha sido, desafortunadamente, parte de la estrategia para mantener las categorías sociales existentes. Lo que realmente opera es una dinámica que echa a la borda la capacidad de organizar escuelas que promuevan el desarrollo, la democracia y la interacción entre individuos respetuosos de la ley.