Columnas

La formación de maestros (1)

Para alcanzar la madurez del pensamiento pedagógico y de la formación docente en el país fue necesario un período 60 años aproximadamente. La creación de las escuelas normales y sus reformas condujeron a un proceso discontinuo por parte de los gobiernos liberales que requirieron de la contratación de profesores de distintas partes de América y Europa para cubrir la necesidad de maestros que cumplieran con un mínimo de formación.

Pero fue hasta la década de los años veintes del siglo XX que el proyecto madura y sus efectos llegan a consolidarse en la primavera educativa durante la Revolución de Octubre. Uno de los factores que explica este suceso corresponde a las becas que se otorgaron a diferentes personas para estudiar sus doctorados fuera del país, entre los que destacan Alicia Aguilar Castro, Alfredo Carrillo Ramírez, Juan José Arévalo y Luis Martínez Mont.

El Dr. Juan José Arévalo constituyó la expresión máxima de dicho programa. Su pensamiento y experiencia con relación a la acción de los maestros ofreció claridad sobre cuáles eran las principales líneas de desarrollo en la discusión, configuración y prácticas pedagógicas de los docentes. Los principales rasgos de su ideario podrían resumirse en la “concepción humana del maestro”.

En primer lugar, Arévalo tenía claro que era necesario ponerle un límite al positivismo y, en su lugar, recuperar una mirada diferente, “con los ojos del espíritu en la página viva de los niños y en el libro de la vida”. Se trata de un trabajo negativo y positivo. Por un lado es cambiar “A la escuela que se la ha tomado como un instrumento de domesticación del niño… Desde el punto de vista social la educación no ha sido otra cosa que la imposición de normas consideradas como útiles por los adultos”.

El trabajo positivo consistía según él en la recuperación de la “actualidad pura”, la niñez que se forma a partir de su propia naturaleza y etapa de la vida y esto significa la interconexión más adecuada con el proceso evolutivo que lo conducirá a diferentes fases y etapas “a favor de una vida mejor”.

En segundo lugar, para Arévalo el maestro estaría comprometido con la “acción moralizadora” que se orienta “más allá de la misión estrechamente didáctica”. Esto significa que a éste se le encomendaría la formación de “ciudadanos probos” y una “juventud renovadora”, a la par de estar “al servicio de la comunidad” y que “saltando sobre los muros de la escuela” apoyaría la solución de los “problemas sociales, políticos y étnicos”.

El maestro, por tanto, debía prepararse al máximo en cuanto a los procesos de lectoescritura, desarrollo del pensamiento matemático, ciencias y los avances más significativos en la pedagogía, sin olvidar el contexto socioeconómico en el cual interactuaban él, sus estudiantes y la comunidad.

En tercer lugar, el maestro estaría comprometido con un tipo de humanismo que construye aprendizajes que devuelven el sentido autentico de autonomía y “liberar… devolverles a todos la integridad psicológica y espiritual que les ha negado el conservatismo y el liberalismo”.

A partir del sentido de sujeto, el maestro reconstruiría el proyecto de comunidad, el cual se reconoce como “el intento de transformación” ante “la persistencia… de tanto político usado, de esos que siguen creyendo que la Nación es un mercado y que los hombres somos valores negociables.” La realidad de este proyecto fue la fundación de la Facultad de Humanidades y la formación de los maestros de la secundaria en la universidad.