Vida

Al que me diga

Por: Marco Antonio García

Eran tres mosqueteros y un D’Artagnan. Se pasaban las tardes completas pateando la pelota plástica en el portón de la Nía Licha, practicando tecniquitas, tiros de esquina, chilenas, ronaldhiñas, gambetas, tiros libres y tendidas al mejor estilo de los jugadores de la liga española, sus héroes a quienes admiraban en el cable pirateado de la colonia. Luego llegaban otros patojos y se armaba la chamusca, con piedras hacían las porterías; el primero y el último gol eran los más disputados; uno porque, el primer gol se quita la camisa. Y el otro porque, el último gana.

Sus gritos, risas, protestas y pelotazos rebotaban en las paredes de cartón y pedazos de lámina de aquel barrio perdido en el mapa. Todas las tardes era la final del mundial. Sólo la noche y los regaños de la mamá los hacían volver a la realidad.

Todos eran Leo Messi o Cristiano Ronaldo en aquella fantasía que les hacía olvidar el hambre y regresar a su casa chorreados de sudor y con los pantalones más rotos todavía.

Las palomas regresaban a sus nidos entristeciendo la cuadra con su ausencia.   Aleteaban y en un momento…desaparecían.

Al otro día hacían el ajustón para otra pelota que por la noche pasaría a ser parte de la colección de la Nía Licha o el juguete del “Duque” el perro de la casa de la esquina.

Cuando pasaba Don Sergio con su carreta de fruta, mostraban quiénes eran mejores, se atacaban con más ganas, no soltaban la pelota y el portero se estiraba inútilmente para llamar su atención. Luego le gritaban a todo pulmón: -Buenos días Don Sergio, adiós que le vaya bien-.   Eran niños levantando nubes de polvo, dueños de la felicidad completa.

La tarde como un visor de ligas mayores los miraba chamusqueando y sonriendo, después se iba, prometiendo que volvería mañana despidiéndose con ese su adiós anaranjado de noviembre.

Un día Don Sergio, cansado de tantos adioses, los contrató para que jugaran en la liga infantil con su equipo “El Millonario”, les consiguió zapatos de fut en una paca y les dio su camisola gastada y una pantaloneta guanga que se les caía al correr; ¿las medias? Un par de calcetines viejos. En el equipo eran más de veinte, todos con la misma gana de llenarle el ojo y entrar de titulares. A los cuatro amigos se les volvían las noches eternas y comían ansias esperando el domingo para entrenarse en los campos del Pishaco en la zona 6.

Se llegó el día. Partido a las ocho contra “Los Estudiantes de la Colonia Residencial; el sol había subido las persianas y puso en oferta un cielo despejado despeinado por un airecito juguetón.   Quizás por los nervios o porque no había, no desayunaron, quizás por los nervios o porque no comieron les chillaban las tripas.   El enjambre de abejas se arremolina al panal. Todos se cambian viendo a Don Sergio de reojo, este entrenador improvisado vendedor de fruta que no sabía la diferencia entre ganar y divertirse. De un maletín saca una pelota gastada que se la pone bajo el brazo…. después la tabla y un lapicero con el que hará el cuadro. Empieza a escribir, pone como título: equipo “Millonario”.   El árbitro, un señor gordo y panzón vestido de negro y amarillo que ya no corre, viéndose el reloj de pulsera más por instinto que por interés suena un gorgorito destemplado haciendo la primera llamada; los cuatro nuevos integrantes, con una actitud suplicante y aduladora se le ponen enfrente, él los mira, se pone el dedo en la boca y les dice: -al que me diga, no lo pongo- y sigue escribiendo.

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