Columnas

Blanca Navidad

PHÁROS

En el 2015, vi por vez primera un aviso de la Municipalidad de Guatemala, que convocaba a voluntarios para donar su tiempo la noche del 24 de diciembre para acoger en dicho recinto a quienes no tuvieran a dónde ir en esa fecha tan especial.

Movida por un genuino deseo de compartir con personas que lo apreciaran o en donde fuera realmente útil, decidí dejar a mi familia un rato y trasladarme hacia allá.

Sin más compañía, y con rumbo para mí desconocido (porque nunca he ido a alguna otra actividad de esta entidad) me presenté y encontré una cálida bienvenida en una noche fría. Algunos llegaron con familiares y otros solos; muy contados eran los indigentes. Para mi sorpresa, el panorama era más de pequeñas familias.

Fui integrada al área de comida para colaborar con empleadas municipales, quienes servían tamales y bebidas calientes.  Aunque ellas lo hacían con mucha práctica, tuve tiempo de escucharlas conversar sobre los años que llevan haciendo esto en Nochebuena.

Luego de servir muchos vasos de humeante ponche en una mesa aún vacía, me quedé sentada.  Todo estaba tan organizado, que sentí que mi presencia o ausencia no haría mayor diferencia.  La gente solo esperaba la apertura del acto y el momento de la cena.

Justo cuando me levanté buscando la salida para volver a mi casa, y sintiendo mucho no haber encontrado a algún indigente que pareciera muy necesitado, alguien me tomó del brazo desde una silla… Era una mano que temblaba, por la edad y por el frío.  Me estremeció voltear y encontrarme con una frente nevada y marchita por el tiempo, una mirada arrugada pero aún chispeante que me pidió le alcanzara algo caliente para beber.  Era Doña Victoria Solórzano, una anciana de 84 años entonces.

Al calor del ponche, Doña Vicky comenzó a contarme la historia de su vida.  Ella trabajó, dijo, en el Preventivo durante 20 años, limpiando los baños de visita.  Entre un tamal y otro, me pidió que la ayudara a conseguir empleo en la Municipalidad, mientras comía con ansias…me sentí impotente y triste.

Me impactó su aparente lucidez; sin pedirle, me detalló su número de cédula (de cuatro dígitos) y una dirección real en la zona 18.  Incluso me contó que su colonia la financió el Banvi.  Desde allá, Doña Vicky llegó esa tarde en Transmetro y me dijo sonriente (¡como si no era nada!) que se quedaría allí hasta las seis de la  mañana, cuando pasara de nuevo el bus para regresar a su casa.

Contó que tuvo una hija, para quien su presencia desde hace muchos años ya no era grata, motivo por el cual pasaba la Nochebuena en la Muni.  Efectivamente, las señoras trabajadoras municipales la conocían por nombre.  Una de ellas me dijo (al solicitarle un tercer tamal para Doña Vicky): “ella ya comió mucho y además habrá que ver cómo se portó ella en la vida para estar aquí, sola”.

Aparentemente, en la Muni conocieron a Doña Victoria y en ocasiones ella tuvo allí un empleo y recibió ayuda, motivo que ella recordaba con gratitud y que la hizo volver a ese recinto para recibir el calor de hogar que su familia le negó, o no habría estado allí.

Mi estancia se alargó más de lo previsto; no quería dejarla, aun cuando ignoraba su circunstancia real.  Supe que, como otras cosas que me suceden, ese día ella fue el motivo que me llevó sin saber.  Le dejé algo para que comprara un desayuno, pues su mayor pena era poder comer, entonces lloró un buen rato en mi hombro y me abrazó fuerte, tanto, que me costó retirarme.

No soy quien para decir qué persona merece o no una cálida Navidad.  Simplemente creo que en su paso por el mundo, llegada la más avanzada vejez, ninguno debería vivir solo ni privado de afecto, al menos no esa noche.

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