Columnas

El frío enero

Es el primer mes de enero en 25 años que gozo de no estar abrumada por el inicio de clases de hijos en edad escolar.  No tengo que pensar en uniformes de telas que pronto se romperán al precio de “Dolce & Gabbana” y largas listas de útiles escolares que muchas veces no vi.  Sé de personas que incluso deben enviar el papel de baño y los marcadores y almohadillas para las pizarras. Qué alivio es ya no tener que formar parte de ese tormento de amor por un hijo, que en Guatemala se vive de forma peculiar.

El uno de enero, comencé a recibir los memes de las bromas que realmente pensé son fuente de agonía en muchísimos hogares. Aunque para muchos esta faena no se siente, para otros dentro de los que me  incluyo, implicó décadas de trabajo arduo profesional de uno o ambos padres, remunerado sobre la media del mercado, y aun así, las historias vistas y oídas en la cola para los pagos fueron dramáticas.  Hasta los mejor acomodados advertían ciertos excesos que bien podrían rayar en abuso, pues se trata de la coherencia y razonabilidad entre los costos de vida del país, la media salarial, los costos de operación más la utilidad razonable de un centro educativo para sus propietarios.

Educar a un hijo aquí es hoy un sueño difícil de alcanzar para muchos.  El fruto del trabajo mayormente se destina a una educación media del tercer mundo, a diferencia de nuestros padres, quienes trabajaron para poder pagar una hipoteca o con suerte dos, con mejores resultados académicos, como lo veo.  Ahora,  la adquisición de una vivienda queda en un sueño, en parte.

Dejo a los verdaderos expertos el análisis profundo.  Aquí retrato sólo un fragmento de mi travesía por más de dos décadas, y el resultado, cual es que Guatemala no cuenta con los primeros índices de calidad educativa y desarrollo humano.

Lo visto de cerca incluyó divorcios cuando el “buen trabajo” se terminó, niños expulsados de los colegios porque falleció el progenitor que pagaba sus matrículas y madres vendiendo pasteles en enero para recaudar con angustia –centavo a centavo- la inscripción de sus hijos.  ¿Proeza o pena?   El peor caso, fue el de un adolescente que se suicidó porque sus padres fallecieron conjuntamente a mitad del año y éste quedó a cargo de su abuela, lo que implicaba que el menor dejara también a su otra familia: sus compañeros de vida, pues la señora no estaba en posibilidad de continuar costeando su educación.

Opuesto, observé el ascenso supersónico de parejas que tuvieron serias dificultades por falta de empleo, que repentinamente aparecieron en una bonanza económica fuera de toda proporción financieramente coherente con lo que venía siendo su realidad anterior.  Algunos de estos padres fueron luego aprehendidos por autoridades penales, acusados de delitos graves, mientras que sus niños pasaron a formar la fila de los rechazados del grado.

En varios de los colegios que por décadas han sido reconocidos como “los mejores y los más caros”, es relativamente normal que cuenten con cierto número de alumnos cuyos padres ya no están en el país, pues huyeron para evadir responsabilidades penales.  De hecho, es “normal” que los haya en cantidad de uno o más por grado.  Aunque los niños jamás son los responsables y ni entiendan lo  ocurrido,  pueden seguir estudiando porque sus cuotas se pagan.  El fin ha justificado los medios, a pesar del irreparable daño moral y espiritual.

Ante esta realidad, pregunto: ¿Qué sociedad estamos formando? ¿Es este el ideal de vida en el cénit de la civilización que supuestamente vivimos?

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