La adolescencia duele
MI ESQUINA SOCRÁTICA
Soy un extranjero residente en Guatemala desde hace casi medio siglo, por todo ese tiempo casado con guatemalteca y padre y abuelo de guatemaltecos. Algo, pues, creo conocer de este país y de sus habitantes. Y en estos momentos, desde el siete de enero, lo hallo una vez más en plena efervescencia, la propia de toda dignidad recuperada con el gesto de la expulsión definitiva de la CICIG.
Algo similar podría afirmar de otros pueblos no menos jóvenes, de América y de allende los océanos que he tenido el privilegio de conocer. Y por ello también creo que me asiste un derecho razonable de opinar sobre este momento local.
Desde un punto de vista antropológico me siento muy optimista sobre el futuro de este país. Y en contra de ese pesimismo generalizado que acompaña al pensamiento identificable como de “izquierda”.
Los guatemaltecos crecen humanamente ante mis ojos, y maduran, y avanzan, pero como en cualquier otro lugar en un proceso penoso y a ratos angustiante. Por otra parte, nada de único o excepcional.
Desde otro ángulo, los años me han llevado a confirmar la verdad de aquel dicho realista del genial Francisco de Quevedo: “poderoso caballero es don dinero”.
Por lo tanto, todo ese alboroto mediático del presente montado a favor de la CICIG y en contra del Presidente Morales y de sus ministros, recordémoslo: legítimamente electos, transparenta un financiamiento copioso y muy en la sombra.
Lo cual se refleja en ese monto abultadísimo hasta por miles de millones de dólares traspasados a una CICIG que no ha rendido cuentas a nadie durante sus once años de ignominiosa intromisión en los asuntos internos de este país.
A nosotros, contribuyentes, nos ha costado financieramente apenas; a los Estados Unidos, a la ONU, a los países escandinavos y a otras fuentes más camufladas, doce o catorce mil millones de dólares hasta ahora. Bonita manera de despilfarrar los impuestos de sus respectivos connacionales.
Y de su inutilidad tampoco tengo duda alguna. Hasta lo veo elocuentemente reflejado en los nombres de algunas personas muy honorables en múltiples campos pagados y muy artificialmente montados. Y todo enderezado a hacernos creer que aquí todos somos menores de edad.
Un ensayo criminal de compraventa de todo un pueblo, por ser demasiado candoroso.
Y así, la autonomía del pueblo guatemalteco nada ha valido para el concierto de esos poderosos de allende los mares, forrados con muchos recursos coactivamente acumulados, para que la CICIG pudiera haber denigrado a sus anchas a todas las instituciones y al entero pueblo chapín.
Y todavía muchos incautos lo aplauden.
Como si las tremebundas profecías de Nostradamus fueran aplicables al pie de la letra solo en Guatemala.
Pero no para mí, a mi edad. Pues de todos es conocidos que más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Por otra parte, el entero episodio vergonzoso de la CICIG podría ser más digerible en cuanto un proceso de maduración individual y colectiva. Como cuando un todavía muy joven comienza a sentirse hombre o mujer y creen poderse equiparar de tú a tú con sus progenitores.
Y Guatemala, no lo olvidemos, es una nación joven. Y en cuanto tal no ha pasado todavía por algunas de las crisis muy dolorosas que entraña todo crecimiento.
Y así, la sociedad chapina vive este momento de plena libertad de expresión aún sin esos correctivos grupales que han vivido sociedades más experimentadas.
Aquí hoy casi todos tenemos acceso a la prensa escrita o a las redes sociales, y tal algarabía, consiguiente del momento, la pienso un avance y una promesa de tiempos mejores por venir.
Pero en el caso de la CICIG los plañideros aún abundan en exceso.
Aunque también “nada nuevo bajo el sol” como nos lo advirtió el hebreo Qohelet (“El Predicador”) casi tres mil años atrás. Recomendaría a mis lectores en estos momentos la relectura de John Steinbeck “El invierno de mi desazón” o, mejor aún, “Las uvas de la ira”, o de tiempos anteriores al suyo la de Charles Dickens y de los grandes de la literatura francesa que le fueron contemporáneos de fines del siglo XIX y principio del XX como Emile Zola, o no menos la de los rusos Tolstoi y Dostoievski, o hasta ese menos conocido de “El presidio político en Cuba” de José Martí, o la de “Madre coraje” de Bertolt Brecht o de tantos otros pensadores realistas en el sufrido mundo hoy desarrollado, a los que a veces alude nostálgico nuestro Raúl de la Horra.
Inclusive ahora, la Europa tan obsesivamente idealizada por los míseros inmigrantes africanos y asiáticos, es testigo de nuevo de un Niágara de quejas y de lágrimas mucho más desoladores que la de nuestros “peladeros locales”.
Y así, el mendaz paisaje idílico que nos ha pintado Antonio Guterres y sus subordinados a sueldo desde la ONU, podría ser tomado como un mito propio de aquel paraíso imaginado por Tomás Moro bajo el término griego de “Utopía”.
Que se nos deje, por favor, crecer como un colectivo soberano de tantos. Y al diablo con todas esas pretensiones de “donantes” y de aprendices de dictador internacionales que creen saber más de las soluciones para Guatemala que los mismos guatemaltecos.
Sinceramente, por tanto paternalismo extranjero y tanto complejo de inferioridad de algunos, nos hemos visto internacionalmente reducidos al papel de llorones inútiles, como también lo he visto en múltiples focos asilados del mundo supuestamente más desarrollado.
De vuelta, pues, a la realidad, no solo gozamos aquí y ahora de una mayor libertad de expresión sino también de avances sustantivos a través de las universidades privadas o de los éxitos empresariales múltiples en la capital o en el Altiplano.
Guatemala avanza a pesar de esos detractores.
Por eso soy más optimista respecto a esta eterna primavera que todos los políticos que aquí se identifican con el puño izquierdo alzado. Porque he sido testigo del desmoronamiento de una Cuba mucho más próspera y avanzada o el consiguiente desplome de una Venezuela mucho más opulenta por haberse dejado seducir, ambas, por espejismos colectivistas.
Y así, Guatemala es todavía hoy un pueblo joven y vital que crece y aprende esforzadamente, al igual que cualquier otro pueblo que se nos pudiera haber adelantado.
Y todo esto dicho desde la perspectiva realista del más elemental sentido común, y no desde tantas falacias lógicas que incluyen en primer lugar la de que todo quien objete a la CICIG es favorable a los corruptos. Yo soy un nonagenario que ha residido en diversos países, y en ninguno de ellos jamás ha habido rastro alguno mío de un antecedente penal.
¿Puede decir lo mismo Iván Velázquez? Mejor le preguntan a la justicia colombiana.
