Columnas

¿Quién controla a los “contralores” de la Constitución?

Mi Esquina Socrática

Por el momento, tomo la acepción de “contralor” en su sentido más estrictamente etimológico e histórico: al de un ente burocrático hace siglos al que se le encargaba controlar gastos militares.

Aquí, empero, ahora la quiero usar en su acepción más ampliamente jurídica y contemporánea: la de la rama de un gobierno republicano encargada de controlar todo el gasto, pero también las demás decisiones legales, de la entera administración pública nacional.

Y, otra vez, restrinjo esa segunda interpretación para incluir esos controles judiciales que modernamente se le encargan a un ente colegiado como nuestra Corte de Constitucionalidad, cuyo control incluye el de algunas de las más importantes decisiones estatales por parte del Legislativo o el Ejecutivo.

Esta facultad llamada acertadamente de “control constitucional” cobró históricamente más fuerza desde que la versión republicana escrita fuese instaurada casi simultáneamente a ambos lados del Atlántico en la segunda mitad del siglo XVIII: en América del Norte en 1787 y en Francia poco más de dos años después.

Todo ello, encima, ocurrido en plena época de la Ilustración racionalista, y a los inicios de una era de veras políticamente muy revolucionaria, y hasta radical a veces, cuando el concepto de soberanía como ya había sido definido por Jean Bodin en el siglo XVI pasó a trasladar el adjetivo de soberano frente a cualquier otro poder estatal extranjero de la persona de un monarca a la de toda una nación o pueblo políticamente organizado. En concreto por aquellos tiempos a los Estados Unidos, recién aceptados como un igual por las naciones-Estados europeas.

Entre nosotros, en la América hispana, se consolidó el modelo de carácter más eminentemente francés que norteamericano. O sea, el de gobiernos aglutinados en tres poderes soberanos e iguales entre sí: expresamente el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial.

Y para aquel entonces ya venía resonando al mismo tiempo desde hacía décadas la queja reiterada en contra tanto de la aristocracia de sangre como de la judicial que los “ilustrados” franceses de aquella época solían calificar de “dictadura de los jueces”.

De ahí, que se puede afirmar que las revoluciones francesa y americana agotaron enteramente el entonces recién acuñado concepto republicano que vituperaba la mera existencia de minorías “privilegiadas”, la de los aristócratas y la de los jueces en Francia, y la de los monarcas británicos y sobre sus súbditos libres en América.

Al tiempo que ambas reprobaban totalmente la existencia de un culto religioso único subvencionado por el Estado.

Todo ello quedó emblemáticamente registrado en aquellas sus respectivas constituciones políticas de Estados Unidos y Francia que aseguraron para todos definitivamente la libertad de culto. Pero, de nuevo, con algunos otros matices que ulteriormente las diferenciaban: la presencia de la esclavitud legal de los africanos en América y el sello o federal o unitario de toda República soberana.

Encuadrados en tales visiones jurisdiccionales, de repente surgió en América otro novísimo concepto, el del “control constitucional”: en los Estados Unidos de manera imprevista (cuando John Marshall era Presidente de la Corte Suprema) de acuerdo a su interpretación legal que él propuso del poder federal en cuanto enteramente derivable de la tradición del “Common Law” o derecho consuetudinario y no tanto a la letra de la Constitución política. Mientras que en Francia y por extensión en nuestra América hispana de una manera enteramente deliberada y por escrito, por ejemplo, por Diego Portales en Chile en 1833 y por Juan Bautista Alberdi en la Argentina en 1853.

El “control constitucional” se ejerce en Francia hoy de una manera mucho más explícita y deliberada: que se le radica en el Consejo de Estado y en paralelo a un Consejo subordinado de Constitucionalidad.

El “control de la constitucionalidad” de los actos de un gobierno soberano como se supone en teoría que es el nuestro, no obstante ha resultado inestable y muy ambiguo dados los vaivenes ideológicos de sus cinco integrantes titulares y de sus dos suplentes. En cuanto en la práctica más reciente, los hemos visto reducidos monótonamente a una mayoría de tres sobre una minoría menos constante de dos magistrados en nuestra flamante Corte de Constitucionalidad. Muy en particular, durante estos últimos cinco años.

Todo ello ha llevado a enfrentamientos innecesarios entre el Poder Judicial por ellos tres principalmente influido y los otros dos poderes soberanos del Estado: el Ejecutivo y el Congreso.

Lo que se ha agudizado improductivamente en extremo bajo el gobierno del Presidente Morales, durante el cual reiteradas veces la Corte de Constitucionalidad con total descaro ha usurpado funciones que en absoluto le competen de los otros poderes soberanos, al servicio, enteramente inconstitucional, de una vaga propuesta socialista por parte de esa ínfima mayoría ideológica de tres contra dos magistrados.

La Corte de Constitucionalidad, entonces, ha dañado grave y repetidamente la certeza jurídica de la propiedad privada, con el consiguiente desaliento de las inversiones de capital y el aumento de la pobreza de los trabajadores asalariados sobre todo en la minería y en las áreas rurales, muchos de los cuales ulteriormente han pasado a engrosar las filas dolientes de tantos emigrantes ilegales.

Esa desbocada injerencia violatoria del principio angular de la separación republicana de poderes también ha contribuido a elevar una innecesaria conflictividad social en el país. Solo cabe esperar que algún día algunos otros magistrados o jueces les hagan acatar plenamente el ordenamiento constitucional vigente para cuya salvaguardia se les ha dotado a ellos encima de múltiples privilegios y regalías. Es más, en lo muy personal, los calificaría incluso muy merecedores de largas penas de prisión en cuanto genuinos prevaricadores de sus atributos.

Y así, a Guatemala le llevará años de lágrimas y sudor reparar el tejido social y la certeza jurídica tan extremadamente dañados por un Poder Judicial durante años demasiado cobarde y de visión cortoplacista, lo que espero que no se reduzca en desmedro del prestigio profesional de los demás integrantes del Poder Judicial.

Esta ha devenido criminalmente a mis ojos la tarea más grave y trascendente que queda a cargo de las autoridades que en el futuro próximo habrán de ser elegidas por la voluntad soberana de este pueblo.

TEXTO PARA COLUMNISTA

Lea más del autor:

Armando De La Torre

Nacido en Nueva York, de padres cubanos, el 9 de julio de 1926. Unidos en matrimonio en la misma ciudad con Marta Buonafina Aguilar, el 11 de marzo de 1967, con la cual tuvo dos hijos, Virginia e Ignacio. Hizo su escuela primaria y secundaria en La Habana, en el Colegio de los Hermanos De La Salle. Estudió tres años en la Escuela de Periodismo, simultáneamente con los estudios de Derecho en la Universidad de La Habana. Ingresó en la Compañía de Jesús e hizo los estudios de Lenguas Clásicas, Filosofía y Teología propios de esa Institución, en diversos centros y universidades europeas (Comillas, España; Frankfurt, Alemania; Saint Martin d´Ablois, Francia).

Avatar de Armando De La Torre