Dale de comer al lobo bueno
Mirilla Indiscreta
He creído siempre que uno de los crímenes más grandes, lo comete quién, utilizando la autoridad ética del conocimiento y legítimo desempeño que autoriza la academia, actúa en contra de sus principios ocasionando un mal irreparable.
Es aquel que con la autoridad del maestro implanta en sus alumnos su pensamiento sectario ofreciéndolo como conocimiento fundante.
Es el médico que hace de la enfermedad negocio y que puede alargar una agonía sin tratar la enfermedad.
Es el contratista que le pone nombre a los baches que arregla religiosamente cada cierto tiempo para garantizar el pago de su hoyo particular, pícaramente inventariado en el contrato.
Es el ingeniero que le resta materiales a la obra para compensar la mordida del funcionario, sabiendo que le quitará utilidad y vida.
Es en fin, el profesional, mecánico, obrero, o ciudadano, que creyendo saber de su materia, engaña, miente y confunde, confiado en la ignorancia de su víctima.
Desde luego, todas estas conductas están calificadas como delitos en las legislaciones penales del mundo y establecen frente al juzgador una relación procesal cuya misión se debiera constreñir a la sanción del crimen y resarcimiento del mal causado.
Pero todas estas figuras delictivas tienen una dimensión mayor cuando quién las realiza rebasa la confrontación individual frente a otros individuos y trasciende a ser una cuestión social.
Ese es el crimen político, cuya naturaleza jurídica tiene como verbo rector la lesión colectiva.
Y si un Presidente puede ser delincuente en potencia o un Estadista y gran señor, un diputado con su iniciativa legislativa igualmente puede lindar las fronteras de la gloria al ofrecerse al pueblo o bien protagonizar el deslucido papel de sicario social de sus anhelos, cuando transforma su curul en vulgar mostrador de negocios cotidianos.
Pero en los dos casos anteriores, propios de los cargos que establece la República, intereses y despropósitos, o relaciones fraudulentas, la mayor parte de las veces, la lesión, atañe al valor fundamental que para los pueblos, tiene la Justicia, como el medio idóneo para evitar que las conductas particulares o colectivas hagan imposible la convivencia pacífica entre los seres humanos.
Por esa razón fundamental es tan señera, elevada y consagrada la función de Jueces y Magistrados.
Un Juez, un Magistrado no solamente debe ser un abogado, especialista en las ciencias jurídicas, políticas y sociales o Notario leal con su patrocinado.
El Juzgador tiene por encima de sus méritos académicos y profesionales, una responsabilidad que parte de la confrontación con su propia conciencia.
No puede al final de la jornada jactarse de la perversidad causada en nombre de la justicia, basando la impunidad de sus actos en la supuesta ignorancia de la gente, sobre los vericuetos de la ley.
Mucho menos, imponer su voluntad pervertida por intereses bastardos, haciendo caso omiso del bien jurídico tutelado que tiene como finalidad la aplicación de la norma que en derecho corresponde.
El Derecho y la Justicia son valores esenciales hermanos y la ley debiera ser su hija natural en la persecución del bien común.
Una ley que no busca o persiga la Justicia y se aproxime al Derecho Natural que nace con los seres humanos, es solamente una aberración con forma jurídica, ausente de humanidad, y quién la aplica o se la inventa no es más que un ser despreciable ejerciendo con indignidad la sagrada misión de Juez o Magistrado.
La Guatemala de hoy es la expresión más elocuente de esa perversión generalizada transformada en una caricatura pésimamente elaborada del Estado de Derecho.
Sometidos en anarquía, a la ley del más fuerte, del más terco, del más poderoso o del más indecente con autoridad para mandar en nombre de su feudo particular e inviolable.
En esas circunstancias de total incertidumbre nos preparamos a fugarnos de la realidad, buscando ansiosos el nacimiento del mesías, que pocos meses después de iluminarnos de fe y esperanza con su nacimiento, nos llamará al sufrimiento íntimo de su pasión y muerte.
Para aferrarnos a la resurrección de esos valores cristianos a los que dio vida confiando en que su ejemplo redimiría esa perversión que ese lobo negro, que afirma la tribu Yaki mejicana, tenemos rugiendo en las entrañas, tratando de dominar al lobo blanco en permanente batalla a muerte.
Valdemar Prado, un científico de excepción, acompañado siempre de su colega y amigo Frank Sáez, que honran con su talento y acción las labores de Naciones Unidas.
Esas funciones llamadas a la realización de la paz y el desarrollo universal, muchas veces distorsionadas por malos servidores, que hicieron de honrosas designaciones, instrumentos perversos al servicio de causas sectarias contrarias a la convivencia pacífica de los ciudadanos del mundo. a las que fue llamada la organización cuando se fundó en 1948.
Mexicano de origen, el Doctor Prado me ilustraba sobre la cultura de aquel pueblo originario del vecino país, y aludiendo a la leyenda de los lobos, uno negro y otro blanco, en eterna batalla en el interior del ser humano, el obscuro representando a la maldad, y el blanco defendiendo el bien, el nieto embelesado con la historia del enfrentamiento, le pregunta a su sabio abuelo.
“Abuelo, abuelo, y quién ganará la batalla”
Con mirada profunda vio a su nieto y con renovada esperanza le contestó.
“Al que le des de comer mijo… al que le des de comer”.

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