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La Zona 4: Un tema estimulante

Mi Esquina Socrática

Esa realidad urbana y muy positiva que se nos ofrece hoy en la zona cuatro de esta capital es indicio de la creatividad latente de nuestra población unas veces más, otras veces menos, en cualquiera urbe contemporánea.

La ciudad en cuanto fenómeno social ha sido estudiada desde hace milenios; cada uno de esos estudios inspirados en realidades históricas locales que nos han dejado sus huellas hasta nuestros días. Y así, por ejemplo, la Atenas clásica ha sido examinada a lo largo de la historia de Occidente una y otra vez desde múltiples perspectivas diferentes, incluidas las definitivas de Werner Jaeger, como lo ha sido no menos la Roma republicana y sus sucesivas mejoras urbanísticas imperiales a lo largo de los siglos.

En nuestro mundo de hoy, que yo sepa, la primera vez que se hicieron planes a fondo para revitalizar una urbe por entero con criterios modernos fue en el París de Napoleón tercero, según la originalidad planificadora del Varón Georges Haussmann en la década de los sesenta del siglo XIX.

Es verdad que también la Italia del Barroco bajo los auspicios papales, y también de algunos muy principescos, ya se había adelantado con proyectos estéticos muy originales para colmar la sed insaciable de los citadinos romanos y de algunos más florentinos y pisanos, por no mencionar siquiera esas incontables hordas de turistas llegados de los cuatro puntos cardinales del planeta.

Además, la España imperial multiplicó sus innovadores ensayos urbanos tan cuadriculados a lo largo y a lo ancho de un nuevo Imperio tan extenso que dentro de sus confines, se decía, “nunca se ponía el Sol”.

Asimismo surgieron algunos monumentales cambios de ingeniería sanitaria y de arquitectura original en aquel Londres de la segunda mitad del siglo XVII, después del Gran Incendio de 1666. Ahí destacó igualmente la originalidad conceptual y utilitaria del arquitecto Christopher Wren que hubo de inspirar a toda la arquitectura nórdica.

Por aquellos mismos días y en casi todas las urbes europeas en las que los muros de defensa eran apresuradamente reemplazados por anchas y frondosas avenidas, se destacaron ultimadamente Viena, París, Budapest y muy en especial San Petersburgo. Europa renacía de su prolongado letargo medieval.

Paralelamente, nuestra América también se renovaba urbanísticamente. Buenos Aires, La Habana, Lima o Ciudad de México fueron moldeadas muy a fondo, por el impulso reglamentista de la época barroca. Y en Norteamérica asimismo se hacían cambios arquitectónicos estupendos en Chicago, Nueva York y Filadelfia, así como décadas más tarde en San Francisco, Detroit y, sobre todo, casi permanentemente en Washington D. C.

Aquella era fue, un siglo más tarde, remodelada por el concepto innovador de la “ciudad-jardín”.

Pocas décadas después, la Universidad de Chicago estrenó sus brillantes investigaciones sociológicas de los principales centros urbanos del momento, alguno de los cuales marcaron para siempre nuestras perspectivas sobre tales temas.

He simplificado en exceso, lo sé, pero también quiero referirme aunque sea muy someramente a aquellos otros espléndidos estudios sociológicos, sobre todo en la Francia y Alemania de la segunda mitad del siglo XIX que tanto incidieron en la evolución arquitectónica y planificadora.

En tal ambiente reconstructor también surgió tras la revolución liberal de 1871 aquella conocida “tacita de plata” de la Nueva Guatemala de la Asunción, aunque sacudida una y otra vez por terremotos otrora desalentadores.

Quiero recoger de todo ese inquieto mundo de ideas los análisis penetrantes de un sociólogo alemán contemporáneo llamado Ferdinand Toennies acerca de los conceptos entonces muy discutidos de sociedad y comunidad.

La sociedad, según él, descansa enteramente sobre el principio de la división del trabajo. Mientras que la comunidad se construye sobre vínculos más bien emocionales y más íntimos, tales como los de la familia de la tribu. Y así, el rasgo más característico del mundo contemporáneo devino en el creciente predominio de lo social sobre lo comunitario, cada vez más anacrónico.

Para mí tales conceptualizaciones me han sido la clave intelectual para entender mejor el mundo arquitectónico que me ha rodeado.

No menos el pensamiento genial de un loco de atar como lo fue Federico Nietzsche, con su muy certera distinción entre lo dionisiaco y lo apolíneo, también presentes en muchos modelos urbanísticos.

De regreso a mi alusión originaria a la zona cuatro, don Juan Mini como otros soñadores de la planificación urbana de su tiempo, incorporó y circunscribió a tal segmento de la ciudad de Guatemala la tendencia intelectual cada vez más universal a imponer lo racional urbano sobre lo anárquico de las comunidades espontáneas. Tal, repito, fue el caso de la zona cuatro de siglo XX y sus frutos los podemos ver hoy.

Porque Guatemala es una ciudad de rincones muy bellos como la escondida plaza de Isabel la Católica en la zona uno o el hoy bellamente renovado “parque del mapa” en torno a la Ermita erigida sobre el precedente de un santo varón muy contemplativo y solitario de origen catalán del siglo XVII, Juan Corz.

Lo mismo digamos de algunos de sus museos, incluido aquí primordialmente el Arquidiocesano de Santiago de Guatemala con un riquísimo tesoro de instrumentos litúrgicos. Pero también los museos de Arqueología y Etnología, el Nacional de Historia, el de Arte Moderno que inmortaliza el nombre de “Carlos Mérida”, el del Popol Vuh, el Ixchel del traje indígena y tantos otros más que preservan la creatividad de siglos de las comunidades tan variadas asentadas en estas tierras.

Guatemala (y la Antigua) es un fenómeno único y esplendoroso en las Américas. Por eso he querido aplaudir de una manera muy especial las iniciativas originales y escasamente cantadas de la familia Mini, en la zona cuatro de esta capital como un modesto reconocimiento a su originalidad tan creativa al igual que la de muchos otros nombres ilustres de esta tierra de una “eterna primavera”.

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Armando De La Torre

Nacido en Nueva York, de padres cubanos, el 9 de julio de 1926. Unidos en matrimonio en la misma ciudad con Marta Buonafina Aguilar, el 11 de marzo de 1967, con la cual tuvo dos hijos, Virginia e Ignacio. Hizo su escuela primaria y secundaria en La Habana, en el Colegio de los Hermanos De La Salle. Estudió tres años en la Escuela de Periodismo, simultáneamente con los estudios de Derecho en la Universidad de La Habana. Ingresó en la Compañía de Jesús e hizo los estudios de Lenguas Clásicas, Filosofía y Teología propios de esa Institución, en diversos centros y universidades europeas (Comillas, España; Frankfurt, Alemania; Saint Martin d´Ablois, Francia).

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