Pandemia y escatología
Mi Esquina Socrática
“El corazón tiene razones que la razón no comprende.”
Ambos términos son de raíces griegas, como lo es y lo ha sido, ya se sabe, una gran parte de nuestro entero vocabulario occidental.
El término “escatología” deriva de una traducción aproximada al castellano del griego “ta eschata”, que muchos lo han traducido como las “postrimerías”, tanto aquellas referibles a cada uno de nosotros como, por ejemplo, la muerte, o las colectivas, el fin del mundo o la extinción de toda una cultura.
Su connotación más incisiva es la del final de todo lo que hemos conocido y vivido a lo largo de nuestras tantas vivencias humanas, o sea, de todo aquello que nos ha llegado a ser lo familiar y esperado.
Y así, los comentaristas bíblicos se han valido con mucha frecuencia de esos mismos términos “escatología” o “escatológico para aludir a posibilidades futuras tan definitivas como en sí mismas inescrutables. Porque ya sabemos que el mundo, y todo lo que en él se encierra, es caduco y algún día perecedero.
La fuente científicamente más confiable para la correcta interpretación de esos términos la creo hallar en el Lexikon für Theologie und Kirche en su edición última (del año 2001) y bajo la dirección de Walter Kasper y al que aportaron los más prestigiosos teólogos y biblistas de ese tiempo desde su primera edición (1930-1938). Lo mismo hubo de ocurrir para su segunda edición esta vez bajo la dirección de Josef Höfer y Karl Rahner (1957-1968).
Al lector en general a su turno aquí me permito remitirlo a ciertas fuentes originales bíblicas tales como las contenidas en Mateo 23:37 y 24:4-14. De esas fuentes quiero trasladarles ahora algunas alusiones prototípicas literalmente exactas como aquella de:
¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que son enviados a ella! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! (Mateo 23:37)
También:
Respondiendo Jesús, les dijo: Mirad que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y a muchos engañarán. Y oiréis de guerras y rumores de guerras; mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca; pero aún no es el fin.
Porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares. Y todo esto será principio de dolores. Entonces os entregarán a tribulación, y os matarán, y seréis aborrecidos de todas las gentes por causa de mi nombre. Muchos tropezarán entonces, y se entregarán unos a otros, y unos a otros se aborrecerán. Y muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos; y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará.
Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo. Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones;
Y solo entonces vendrá el fin (Mateo 24:4-14).
Manera original de llamarnos la atención.
El contenido de ambos textos es global, es decir, el todo es el sujeto y el tiempo es el predicado. Un cuadro tremebundo como por otra parte también lo hubo de pintar Juan el evangelista en su “Apocalipsis”.
Es decir, el mundo todo, como lo hemos conocido, como lo hemos sufrido y como a ratos lo hemos aprendido a amar, llegará a su inevitable final.
Pero también con un rayo de luz que todo lo iluminará y nos lo hará un éxtasis.
Porque “Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas; pues el tiempo está cerca”(Apocalipsis 1:3), como nos lo complementa el mismo autor.
Los cosmólogos, por su parte, nos anticipan un final no necesariamente tan estruendoso: Según Albert Einstein, por ejemplo, si la energía positiva del Cosmos se impone, acabaremos por mera gravitación, a desplomarnos en esa hoguera gigantesca que es para nosotros el Sol. Por otra parte, si al contrario, se impone la energía negativa nos aguarda un final helado, oscuro y de absoluto silencio.
Así rezan algunas de las hipótesis alternativas de los cosmólogos que llevan deductivamente a sus conclusiones últimas aquel principio de Albert Einstein de que la energía es equivalente a la masa multiplicada por el cuadrado de su velocidad (E=mc2).
Perdóneme, apreciado lector esta escapada hacia lo más intrincado de las teorías últimas de la Física moderna, pues un diario no es el lugar más apropiado para referirnos a tales aventuras de la lógica contemporánea.
Pero en todo ello se esconde una diferencia conceptual de lo más importante: en la visión apocalíptica de los teólogos nosotros, los humanos, somos siempre los protagonistas alrededor de los cuales la materia inerte se desenvuelve positiva o negativamente, en nuestro favor o en nuestra contra. Mientras que para los cosmólogos se trata de nuestra desaparición definitiva e hipotéticamente eterna.
Es más, al muy corto plazo, si así lo queremos, digamos para el 2029, un asteroide al presente de la órbita de Júpiter llamado Apofis (“dios del caos”), posiblemente se desprenda en dirección a nuestro planeta, con alta posibilidad de chocar con nuestro planeta. Y esto sería también otra versión alternativa de nuestra definitiva extinción al muy corto plazo, y esta vez en cuanto producto inevitable de las especulaciones matemáticas de nuestros observadores astronómicos de hoy.
En todo caso, de tales supuestos, nuestro final no sería resultado de pandemia alguna, pero nuestra extinción sería total de todas maneras.
¿Cuál hipótesis haremos definitivamente la nuestra? ¿La de los cosmólogos pesimistas o la de los teólogos esperanzados?
Creo que ello dependerá de a qué le concedemos la autoridad última. ¿A los Evangelios (etimológicamente “las buenas nuevas”) o a la Ciencia especulativa, neutra del todo entre lo bueno o lo malo acerca de nuestro final?
Lo cual me recuerda este otro momento de la vida de Jesús de Nazaret:
En aquel tiempo los discípulos vinieron a Jesús, diciendo: ¿Quién es el mayor en el reino de los cielos? Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos, y dijo: De cierto os digo, que, si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos. Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe. (Mateo 18:1-5)
Respuesta sobria y contundente, pues implica que el camino a la verdad ha de presuponer el reconocimiento de nuestra poquedad. Y al final hemos de concluir que la verdad final no se nos da vía del intelecto sino vía del corazón.
Lo cual me lleva después de todo a hacer mía aquella verdad del gran matemático Blaise Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no comprende.”

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