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¿Sucumbirá la democracia norteamericana?

Mi Esquina Socrática

¿Sucumbirá la democracia en Norteamérica a manos de sus demócratas? Una pregunta con visos cada día más fuertes de tornarse la realidad.

Lo cual también sería a mis ojos catastrófico, como lo fueron en sus días respectivos la desaparición de la democracia ateniense o incluso de la República romana o, más próximas a nosotros, su violenta supresión en la Alemania de los años treinta o algo más suavemente en la Argentina de Perón, por no abundar en ese otro abominable ejemplo de la Cuba de Fidel Castro.

Porque el desmoronamiento de tan magnífico edificio de pesos y contrapesos, los Estados Unidos de América, que incluso todos los países del mundo más o menos han intentado emular, nos haría retroceder a la era de la peor barbarie.

Esperemos que no suceda así, pero más vale prevenir hoy que llorar amargamente mañana por no haber estado celosamente alertas a su posible exterminio. Pues sus efectos desastrosos serían tan universales como nos ha sido hasta ahora el ejemplo de la gran democracia norteamericana.

Lo cual me trae a la memoria aquel adulto comentario de Jorge Santayana acerca de quiénes que por haber olvidado su pasado repiten sus mismas equivocaciones (“The Life of Reason”, 1906).

El llamado Partido Demócrata es también el de más vieja data en el escenario político de los Estados Unidos de América. Se le atribuye a aquella agrupación política fundada a los meros inicios del siglo XIX por Thomas Jefferson y James Madison con el ambivalente título para entonces de “Partido Republicano-Demócrata”. Aunque en realidad, no se hubo de constituir en un partido a la manera como la entendemos hoy sino hasta aquel triunfo en las urnas del héroe populista Andrew Jackson en 1829.

Permítaseme, encima, añadir aquí otra aclaración previa: “democracia” denotaba según sus raíces helénicas “gobierno por la mayoría”. “República”, en cambio, era la manera romana de entender un sistema de gobierno equilibrado entre pesos y contrapesos del poder. En lo personal, prefiero por eso una “república” a una “democracia”, porque esta última puede sucumbir y así ha pasado muchas veces por el arte embustero de los demagogos.

La gran democracia angloamericana compartida hoy por múltiples etnias nació a la vida legal con la aprobación de su Constitución vigente desde 1787, y ya ha pasado por otras crisis análogas a las que sufre en este momento.

Por ejemplo, y la más grave de todas, aquella terrible Guerra Civil de 1861 al 1865, entre algunos Estados, unos predominantemente al Norte de la Federación y otros no menos mayoritariamente al Sur de la misma, según una línea divisoria ideal conocida como la línea “Dixie”.

Al fondo de la cuestión, por entonces, bullía la perplejidad constituyente de si la abolición de la esclavitud de los africanos en suelo americano era prerrogativa constitucional de la entera Federación o competencia exclusiva de cada Estado por separado. Y, consecuentemente, el concepto de “patria” que podría obligar a sus ciudadanos a actuar en consciencia en torno al espinoso dilema de la esclavitud de los negros (la convicción de Abraham Lincoln) chocaba frontalmente con aquella otra de Jefferson Davis, quien defendía la interpretación exactamente opuesta: la retención o abolición de la esclavitud habría de ser de la competencia exclusiva de cada Estado en particular.

Todo eso hubo de dilucidarse a un costo de vidas humanas espantoso: seiscientos treinta y un mil muertos, casi todos jóvenes blancos menores de veinticinco años edad.

Aquella contienda tan enormemente destructiva, sobre todo para los Estados del Sur, ejemplificó asimismo la primera manifestación bélica-masiva del naciente poder industrial del Norte. Y que dejó además en su cauda millares de inválidos sin protección alguna que por años merodearon por aquel Sur otrora esclavista o por el Oeste “salvaje”, mendigando alguna ayuda.

Y todas esas vivencias, varias generaciones después, todavía no lo han podido superar sus actuales descendientes, tanto entre los blancos como entre los negros de origen africano entonces a semejante a tal precio humano liberados.

Esa esclavitud de los negros africanos nos parece hoy una injusticia masiva del pasado pre-industrial. Pero su historia era de muy larga data: había sido iniciada por los conquistadores árabes del África oriental hacia el siglo XII de nuestra era, a quienes después les robaron tan lucrativo tráfico sucesivamente a partir del siglo XV portugueses, españoles, holandeses y británicos.

El cristianismo católico había suavizado a su turno, mediante los sacramentos y los preceptos de su heredado derecho consuetudinario del Mediterráneo sus aristas más hirientes. Y todo ello también se había sustentado con algunos rasgos de racionalidad derivados de los respectivos derechos helenísticos, romanos y los posteriores germánicos.

La Reforma Protestante, por su parte, hacia mediado del siglo XVII empezó a cuestionar entre los pueblos nórdicos europeos la legitimidad de la entera tradición esclavista. Y que para el siguiente siglo se tornó abolicionista del todo, en especial en aras del pensamiento racionalista de la Ilustración. Y así, para los 1800 la esclavitud pasó a ser un rasgo del ayer ya superado entre las naciones más avanzadas.

Para aquellos tiempos de la Guerra Civil en los Estados Unidos la esclavitud ya era así una anormalidad legal y muy retrógrada, excepto para los dueños de las grandes plantaciones de algodón del Sur de los Estados Unidos.

Su abolición definitiva y universal no hubo de celebrarse sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se hizo extensiva a los propios territorios africanos.

Y ahora, de repente, somos testigos en el siglo XXI de un nuevo estallido de frustraciones entre los ciudadanos de raza negra en los Estados Unidos con ocasión del vil asesinato de un hombre negro por un policía de raza blanca en Minneapolis.

Pero esta otra explosión con una variante del todo nueva: que es protagonizada por adolescentes que dicen profesar un amor al socialismo igualitario más bien propio de quienes ya han olvidado, o tal vez nunca habían conocido, las lecciones de la historia.

Incluso se ha vuelto una tragedia cuyo eco podría ser globalizada, además lo propio de esta era de la información instantánea y digital.

Y frente a todo ello destacan la persona y el estilo tan peculiar de Donald Trump. Y por eso, hasta el próximo tres de noviembre no sabremos el desenlace final de este espinoso episodio.

En el entretanto, le apuesto a Trump.

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Armando De La Torre

Nacido en Nueva York, de padres cubanos, el 9 de julio de 1926. Unidos en matrimonio en la misma ciudad con Marta Buonafina Aguilar, el 11 de marzo de 1967, con la cual tuvo dos hijos, Virginia e Ignacio. Hizo su escuela primaria y secundaria en La Habana, en el Colegio de los Hermanos De La Salle. Estudió tres años en la Escuela de Periodismo, simultáneamente con los estudios de Derecho en la Universidad de La Habana. Ingresó en la Compañía de Jesús e hizo los estudios de Lenguas Clásicas, Filosofía y Teología propios de esa Institución, en diversos centros y universidades europeas (Comillas, España; Frankfurt, Alemania; Saint Martin d´Ablois, Francia).

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