OpiniónColumnas

El fantasma de la patria muerta

Logos

“Soy el fantasma de una patria que ha muerto. Murió asesinada. Es su patria.”

Leí con suma incredulidad un mensaje, escrito con letras rojas en un blanco papel pergamino, que me envió alguien que afirmaba ser un fantasma. “Pero no se asuste. Soy un fantasma inocuo”, decía el mensaje, y proseguía así: “Quiero conversar con usted. Lo invito a cenar.”

El mensaje me informaba sobre el día, el lugar y la hora de la cena, y terminaba con estas palabras: “No importa que usted acepte o no acepte la invitación. Yo lo esperaré en aquel día, y en aquel lugar, y en aquella hora. Mi ser incorpóreo tendrá la apariencia de un viejo caballero tan triste como usted nunca podría imaginarlo. Quizá soy la tristeza misma.”

Decidí aceptar la invitación.

La cena debía ser un día jueves, a las ocho de la noche, en un hotel de Antigua Guatemala. Advino el día aquel, y llegué al hotel, que estaba situado entre las ruinas de un convento en cuyo patio parecían deambular lentamente difusos monjes orantes. En el hotel, los fantasmas eran rutinarios visitantes, quizá siempre imaginados y nunca observados. Se conjeturaba que eran fantasmas de almas que querían expiar una pena, o vengarse de una ofensa, o delatar al autor de un olvidado crimen, o revelar el lugar en donde estaba oculto un fantástico tesoro.

Allí estaba. ¿Cómo no reconocerlo? ¡Era ciertamente el ser humano más triste que podía imaginar! Estaba sentado frente a una mesa redonda, en cuyo centro había una rosa desmayada, iluminada por la llama tambaleante de una vela que la derretida parafina adornaba de manera impredecible.

Me miró y, con un gesto cortés, sugirió que me sentara, y me dijo: “No puedo estrechar su mano. Recuerde que soy incorpóreo, y comprenda, por favor, que tengo que simular que soy corpóreo. Ya cometí un error en este mismo hotel: descuidadamente atravesé una pared, y un huésped que me observó, huyó espantado; pero no había motivo para el espanto. Hubiéramos podido ser amigos.”

Un mesero tenaz obligó a pedir la cena; y mientras la cena era preparada y servida, decidí iniciar la conversación. “Alguien, alguna vez, me dijo que un fantasma es una especie de espíritu de ser humano que ha muerto, y que visita a los vivos, ya con propósitos benévolos, ya con propósitos malévolos. Usted, ¿fantasma de qué extinto ser humano es, y cuál es su propósito de visitar a los vivos?” Su respuesta fue la siguiente: “Soy el fantasma de una patria que ha muerto. Murió asesinada. Es su patria.”

 “¿Quién la asesinó?”, le pregunté. “La asesinaron todos sus hijos”, me respondió. “¿Y cómo?”, le pregunté. “Fue asesinada con mil puñales. El primero, el que provocó la más grande herida, fue la indolencia: dedicados sus mejores ciudadanos a sus asuntos privados, no se ocuparon de ella.”

 “El segundo fue el desprecio: los mejores ciudadanos nunca quisieron gobernarla, y entregaron el gobierno a los peores. El tercero fue la irresponsabilidad: cuando la gobernaban los peores, todos optaban por la resignación, y no por la rebelión.”

 “El cuarto fue la complicidad: por ejemplo, los cuantiosos saqueos del tesoro público fueron contemplados con indiferencia, investigados con negligencia y, finalmente, premiados con impunidad.”

“No quiero hablar de los puñales adicionales que hirieron a la patria de la cual el fantasma soy, aunque no puedo evitar la evocación de aquellos brillosos, filosos y satánicos puñales con los que magistrados judiciales, engendros predilectos de la impudicia, despreciados por la justicia pero amados por la injusticia, atacaron el corazón mismo de la patria.”

“La patria ha muerto. Su sangre ha teñido ríos, manantiales y lagos. Ha habido luto en montañas y valles; y se ha marchitado la monja blanca, y ya no ha emprendido vuelo el quetzal. Y han reprimido las auroras sus mágicos fulgores, y los crepúsculos han convertido en sollozo sus últimos resplandores. Usted debe saberlo: la patria ha muerto. Y no os engañéis. La patria ha muerto. Y si creéis que vive, disfrutad de vuestro propio engaño, mientras os acecha, con desgraciada crueldad, el inevitable desengaño.”

“¿Qué quiere ahora?”, le pregunté. “No quiero ser ya doliente alma fantasmática. Quiero que resucite la patria. Y estaré rondando y merodeando, hasta que resucite.” Entonces le pregunté: “¿Y cuándo cree que la patria podrá resucitar?”

Resucitar la patria no será milagro de la historia sino hazaña de vuestra voluntad. Resucitará cuando los mejores ciudadanos se ocupen de los asuntos de la patria como si fuesen caros asuntos privados; cuando los mejores estén dispuestos a gobernar; cuando jamás la cómoda resignación sustituya al ímpetu de rebelión; cuando aquel que convierte en manantial de riqueza personal el tesoro público, el tesoro de todos, el tesoro de quien laboriosamente trabaja y de quien intrépidamente invierte, sea condenado pronto a residir en la tumba, como si fuera su legítimo hogar. Y resucitará la patria cuando los magistrados…”

El fantasma se disolvió. Yo quedé estupefacto. Abandoné el hotel y caminé en las calles ya solitarias de la ciudad. Y lamenté que mi senectud me prohibiera combatir por la resurrección de la patria. Y me dije a mí mismo que tal prohibición era uno de los mayores infortunios de toda mi vida.

Post scriptum. Empero, no pude evitar furia en el alma e incendio en el corazón, y ansié como nunca el ya imposible retorno de la volcánica energía de mi consumada juventud.

Area de Opinión
Libre expresión de pensamiento.

Lea más del autor: