Lo decisivo de tener criterios claros
Mi Esquina Socrática
A la hora de redactar estas líneas, la incógnita del resultado final de las elecciones políticas, hoy todavía las más importantes en el entero planeta, las de los Estados Unidos de América, por fin se ha resuelto: Biden setenta y cinco millones de votos, Trump setenta y uno.
Por otra parte, múltiples formas de incertidumbre siguen siendo nuestro pan diario, y en medio de todo ello nos vemos precisados a escoger, decidir y arriesgar, y siempre bajo la certeza de que hemos de hacerlo a nuestro propio costo.
Pues, con tanta incertidumbre en nuestro derredor, a todos se nos hace cuesta arriba anticipar, planear y hasta protegernos.
Esta situación nos lleva irremediablemente a todos los adultos conscientes a sufrir de una angustia mayor que aquella que de por sí ya estamos llamados a vivir por el simple hecho de existir y ahora, de pronto, por la presencia para muchos mortales, del súbito arribo del coronavirus.
Es verdad que en las cosas humanas nada nos es para siempre excepto la muerte.
Por mi parte, y durante las últimas semanas he preferido insistir en el problema ético adicional que nos entraña la mera expansión en el Occidente, otrora muy cristiano, de las prácticas homosexuales.
Una de las tantas inquietudes, por otra parte, que siempre nos encierra el mero hecho de sabernos humanos muy frágiles.
Como ya lo había sugerido, este tema de la homosexualidad se nos ha tornado aún más escabroso si lo juzgamos desde esa otra perspectiva con la que me identifico plenamente, la de la fe monoteísta judeocristiana.
Y así quiero hoy cerrar por el momento esta discusión a este respecto.
La vida siempre nos ha sido a los humanos angustiosa, como tanto lo reiteró Martín Heidegger, y hasta en ocasiones nos coloca próximas al suicidio inevitablemente siempre a su turno muy difícil. Solo la sonrisa de los niños y las reiteradas ilusiones de los jóvenes nos reconcilian por momentos con ella, y a eso le llamamos “esperanza”.
Es a este propósito que he traído a colación el tema antes tan resbaloso de la homosexualidad. Y así todavía me pregunto: ¿acaso la homosexualidad reduce las posibilidades de sobrevivir?
También en ese punto respondo con un rotundo sí. Pero en cuanto al individuo, nunca lo sabremos de antemano.
La sodomía, tal como la estigmatizaran civilizaciones anteriores a la actual, desde siempre ha implicado la negación a la proliferación de nuestra especie. Pero aquí quiero subrayar que nos hace además nuestra diaria convivencia mucho más incómoda y difícil para los más. Al extremo de que hasta medimos penosamente nuestras palabras cuando sobre tal punto divergimos.
Porque también nos toca lo que comúnmente entendemos por carácter, es decir, nuestro recurso emocional al momento de afrontar desafíos que ya de por sí mismos se nos habían hecho muy difíciles.
Pues mucho mejor nos resultaría ahorrar nuestros muy escasos recursos emocionales para no dispendiarlos en este dilema de la homosexualidad o de la heterosexualidad y sus respectivas cargas éticas y emocionales.
Lo pudiera poner de esta otra forma: la vergüenza de haber hecho una escogencia tremendamente equivocada o su alternativa, la paz de la conciencia que espontáneamente todos derivamos de la elemental vivencia de haber cumplido una vez más con nuestro destino, el más estrictamente humano: ser hombre o mujer.
La claridad conceptual que de ello se deriva nos resulta al final un imperativo. Y este nos ha sido dado a su turno por algunos milenios desde esa perspectiva teológica y para mí tan entrañable del monoteísmo.
No tenemos escape para tal disyuntiva. Es decir, que no la podemos ignorar para siempre, disimular y esquivar a los ojos de nuestra propia consciencia moral o ética. Pues, el homosexualismo así percibido por mí, se nos hace una carga adicional o también un recurso perverso para evadir nuestras obligaciones reproductivas.
¿Obligaciones?
Pues sí, porque sólo si tenemos hijos podremos saber que la vida seguirá, que las posibilidades de existencias ulteriores a la nuestra, de logros y sonrisas en nuestros posibles inocentes descendientes, no las hemos negado ni para ellos ni para nosotros mismos.
Y un futuro que hasta podría implicar una eternidad que nos separa tajante y definitivamente de la existencia meramente pasajera y sin memoria alguna.
Pues, ¿de dónde nos pudiera haber llegado semejante presunción de que podamos decidir sobre la existencia o actualización de nuestros descendientes todavía sin voz propia alguna?
Porque la carga de traerlos a este mundo y de mantenerlos vivos mientras crecen, cae enteramente sobre nuestros frágiles hombros.
¿Pero, en cambio, acaso nuestras propias sobrevivencias personales no cargaron a su turno a nuestros progenitores que tanto solemos proferir de haber amado? ¿Y las de ellos, en su tiempo, sobre los de nuestros abuelos, y así sucesivamente hacia atrás en el tiempo? Y entonces, ¿de dónde derivamos este pretendido derecho nuestro a interrumpir la cadena de la vida que también incluye a los que habrían de ser identificados como nuestros descendientes? A cambio de no poseer el poder de crear vida nueva, ¿se la negaremos caprichosamente a los hijos de nuestra carne y sangre, aunque nadie nos la haya negado a nosotros?
Otra injusticia humana más.
Por consiguiente, el mero placer sexual no puede legítimamente desplazar a ese otro deber de reproducirnos, pues en el primer caso ha sido una aceptación gozosa de todo lo creado por Dios y en el segundo caso sería una exaltación de la nada.
¿Acaso será la vida una “pasión inútil” como lo concluyó el estéril Jean Paul Sartre?
Perdóneme, lector; he caído de nuevo en la tentación de filosofar…

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