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Aquellos años de juventud

Antropos

Mis padres, de origen chiquimulteco, decidieron migrar a la ciudad capital de Guatemala.

El motivo de esta aventura llena de incertidumbre, pero rebosante de ilusiones, con  profunda fe y alegría, fue, buscar un mejor camino para que sus hijos pudieran continuar sus estudios y abrirles el paso hacia nuevas posibilidades culturales y educativas.

Mi padre pastor y carpintero, encontró trabajo en un colegio. Arreglaba escritorios, sillas, pupitres y pizarrones. Mi madre ama de casa, se le ocurrió instalar una pequeña tienda en la que vendía verduras y frutas que íbamos a comprar al mercado de la presidenta. Helados de coco y chocobananos compraban los patojos, rellenitos y chuchitos los viejos.

Por las noches, paso a paso transitábamos las calles de la colonia, para asistir a la Iglesia Evangélica Horeb ubicada en la Villa de Guadalupe, en donde mi padre Manuel España predicaba interpretando salmos y versículos del Nuevo Testamento y mi madre Virgilia Calderón cantaba himnos con una hermosa voz, que se parecía a la de Violeta Parra.

Los días pasaban entre susurros del viento en la colonia concepción donde vivíamos. El zumbido del aburrimiento se interrumpía cuando  jalaba agua en carreta del chorro público para la casa. O bien, “encaramados” en los árboles de jocotes y guayabas de los barrancos que separaban la zona quince de la zona diez. El silencio se cortaba con nuestras carcajadas de patojos. Nos rodeaban árboles verdes con pequeños arroyos de aguas limpias y “bejucos” en donde nos mecíamos de un lado hacia otro.

Cerca, muy cerca, un parque con piscina de agua fría, pasarelas, barras y argollas, en las cuáles, según nosotros, hacíamos crecer nuestros endebles músculos con unas curiosas contorsiones circenses.

De lunes a viernes, tomaba mis diez centavos para ir al colegio evangélico América Latina con mi pan de frijoles colados y un frasco de limonada para la refacción. Viajé en camioneta que me dejaba en la esquina de la iglesia Yurrita y de ese lugar caminaba a la avenida Santa Cecilia en donde se ubicaba el centro educativo.

Siendo joven pueblerino y de escasos recursos, mi futuro parecía incierto, pero eso, ni siquiera lo pensaba y tampoco me preocupaba. Sólo me generaba cierta frustración el hecho que no podía jugar con ninguno de los equipos de futbol o basquetbol, porque no tenía tenis o zapatos especiales para canchas deportivas. Me entretuve en los recreos a jugar con mi calzado de colegial, que por cierto debía de cuidar con gran esmero.  Encontré, alegría con maestros como Jacinto Ochoa que me enseñó a leer, comprender, escribir y memorizar hermosos versos. Leí poesía, novela y cuento, así como a Leopoldo Colom que me despertó a través de la música, sensibilidad e imaginación creadora con las visitas que hacíamos a escuchar conciertos de la Sinfónica Nacional al teatro del Conservatorio. O bien los conversatorios con doña Julia Esquivel, una gran mujer que nos condujo con suavidad en la interpretación espiritual y profunda de la Biblia. Admiré a don Víctor Hugo Cuevas, quien nos orientaba en los descansos con unas conversaciones maravillosas y oraba con una paciencia de sabiduría. Aprecié también, el empuje de los constructores de este centro educativo, en el cual se destacó don Virgilio Zapata, deportista, predicador y maestro.

Ciertamente, no logré integrar ningún equipo deportivo a pesar que los admiraba con el fuego de mí juventud, pero aprendí eso sí, a tocar trompeta y ser parte de la banda que se lucía en cada desfile por las calles de la ciudad. Con mi tacuche azul y charreteras en los hombros, marchaba con energía hasta quedar rendido al final de la jornada.

Dos años fueron suficientes en este colegio. Sentía límites a pesar de lo que alcancé con maestros que me enseñaron a pensar, sentir y amar. Busque caminos diferentes, para que mis sueños volaran, o las ilusiones y proyectos de juventud pudieran caminar. Y sucedió el milagro que me hizo vibrar de felicidad abriendo las pestañas para que los ojos pudieran otear otros mundos. En unas vacaciones en mi pueblo de Quetzaltepeque, en medio de algarabías de la vida entre ríos, potreros y vegas, me comentaron mis amigos, que la matrícula para ingresar a la Escuela Normal Central para Varones, estaba a mis puertas.

Fue otra historia. Conocí lo que es el gobierno estudiantil, la libertad de expresión, el derecho a huelga, tal y como lo hicimos en contra de las autoridades. Tuve la extraordinaria experiencia de escuchar a grandes docentes en áreas de las ciencias naturales, matemáticas, literatura, didáctica, pedagogía, historia, psicología, que después, bajo el gobierno del coronel Enrique Peralta Azurdia, fueron sustituidos por instructores mediocres e improvisados acompañados de un regente capitán con jóvenes militares que vigilaban cada paso de los estudiantes. Un hecho pasmoso que marcó el origen histórico de la debacle del sistema educativo nacional.

Fue en la Escuela Normal Central para Varones donde con asombro conocí a un admirable bibliotecario, inteligente, culto y único filósofo auténtico de nuestro país que hasta le fecha conozco don Marco Tulio González, quien nos guiaba por los increíbles caminos de los libros. Recomendaba lecturas y nos recitaba datos de memoria. Tiempo después, descubrí la semejanza con uno de los personajes más inteligentes de América Latina, como fue Jorge Luis Borges, poeta, pensador y bibliotecario ilustre que leyó la biblioteca entera de Buenos Aires, en donde trabajó.

En la Normal, se despertaron las membranas sociales de nuestra juventud, al ser testigos de grandes acontecimientos históricos, que se dibujaban en las calles enfrentando con marchas los desaciertos de aquellos gobiernos. Mi vida siguió su curso, enriquecida por estos sucesos de rebeldía y personas que calaron en mi conciencia. Escuché a dirigentes juveniles valientes e inteligentes con discursos incendiarios llenos de idealismo bajo la campana del corredor de la Normal. El germen de la libertad se extendió por los corredores y aulas de la extinta Escuela Normal Central para Varones, de la cual sólo guardamos profundos recuerdos. Toda una generación que vivió y participó con fuerza, convicción. creatividad y energía, enfrentada a los desmanes gubernamentales, lo cual marcó, sin duda alguna, el nacimiento de un nuevo momento de la historia del país, hacia la búsqueda de nuestra propia utopía humana.

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