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El buscador de justicia

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Mil veces víctima había sido de la injusticia, porque muy hábiles habían sido los acusadores, y muy seductoras las inventadas pruebas de los fiscales investigadores, y muy perversos los jueces, y muy persuasivos los contratados testigos.

Fingían suponer que él era inocente; pero su culpa ya había sido secretamente decretada. O no pretendían demostrar que él era culpable, sino exigían que él demostrara que era inocente, aunque cualquier demostración estaba ya previamente refutada.

Y generoso era el tesoro que se repartía entre acusadores, fiscales, jueces y testigos; y grandiosos eran los festines con los que se celebraban los convenidos veredictos judiciales. Aquel repartido tesoro lo aportaba la fortuna de la cual era progresivamente despojado; y el legado de tal aporte era una creciente pobreza.

Hasta su familia creyó que era culpable; y lo había abandonado; y el legado era la soledad. Y los amigos, entre creer en su inocencia o creer en su culpa, optaron por la culpa; y el legado fue ser despreciado. Surgió así una rara hermandad entre justicia, pobreza y desprecio.

En el último proceso judicial penal había sido absuelto. Era una absolución predecible: ya no tenía bien alguno del cual pudiera ser despojado. La suma pobreza le había conferido santa inocencia. Entonces, con los últimos residuos de su energía vital, decidió buscar la Justicia.

Un día de la estación primaveral, cuando había reposado ya durante la noche, y cuando desde su lecho atisbó los primeros rayos solares, y escuchó el impreciso trinar de lejanos pájaros, emprendió la búsqueda.

Durmió en las riberas de fantásticos manantiales. Se bañó entre las espumosas aguas de mágicas cataratas. Se refugió en húmedas cavernas que quizá habían hospedado a protohumanos jamás sospechados. Se alimentó de exóticos frutos selváticos. Persiguió aves. Huyó de fieras. Trepó sobre colinas. Conoció el fondo de profundos precipicios.

Perdió miedo. Ganó valor. Desde la cumbre de elevadas montañas contempló auroras que imponían la creencia en un supremo creador, y ocasos que invitaban a vivir una misteriosa unidad de todas las cosas. Y proseguía su búsqueda, y llegaba a islas perdidas, aldeas nunca imaginadas, pueblos anónimos, ciudades misteriosas y urbes fragorosas. Y preguntaba por la Justicia. Y nadie la conocía.

Una vez, en un perdido camino próximo a una ciudad de la cual la más minuciosa cartografía nada notificaba, encontró a un niño sonriente, que parecía danzar con el ritmo de una música que solo él podía escuchar. Le preguntó por la Justicia, y el niño, danzando y riendo, señaló hacia un lago, cuyas aguas eran claras como el aire mismo. Caminó hacia el lago. Atisbó un muelle en el que, sentado, meditaba un imperturbado barquero. Lo interrumpió e inquirió por la Justicia.

El barquero lo invitó a abordar su barca, y lo transportó hacia una lejana ribera del lago. Llegó a la ribera, y allí presintió el límite misterioso entre una dimensión terrena y una dimensión celeste. El barquero señaló hacia un magnífico palacio, y se retiró.

Era un palacio construido de luz estelar y diamantino cristal, fecundo en mágicos destellos iridiscentes. En torno al palacio había vastos jardines, cuya flora prodigiosa era un cósmico acontecimiento. Llegó hasta la puerta intimidante del palacio. La puerta se abrió. Mil guardianes, inmutables como estatuas, escoltaban la puerta, unos en el lado derecho, y otros en el lado izquierdo. Una mujer caminó hacia él, con paso suavísimo como si evitara flotar. Era pálida como si tuviera piel de luz lunar, y vestía sobria indumentaria sacerdotal.

Y en los vastos recintos del palacio, que parecían destinados a hospedar seres divinos, el eco reprodujo el diálogo entre ambos. Dijo él: Busco la Justicia. ¿Sabes dónde está? Dijo ella: La Justicia mora en este templo. Dijo él: ¿Puedo conocerla? Dijo ella: Está allá, en su magnífico y sacro altar.

Dijo él: ¡No tiene cubiertos los ojos! Dijo ella: Si los tuviera cubiertos, no distinguiría entre justicia e injusticia. Dijo él: ¡La balanza no está equilibrada!Dijo ella: Si lo estuviera, sería lo mismo ser justo que injusto.

Dijo él: ¡No está en sereno reposo, sino en inquieto movimiento! Dijo ella: Si estuviera en sereno reposo, la justicia tardaría, y perdería su benefactora esencia. Dijo él: ¡Pero lo que contemplo solo es un sueño! Dijo ella: Es el más valioso de los sueños. Dijo él: ¿Y qué hacer con ese sueño? Dijo ella: Cuidarlo para que jamás se extinga, y procurar que alguna vez sea preciosa realidad.

Entonces él comprendió que era mejorar soñar en una posible Justicia, que resignarse a una real injusticia, y volvió al país de donde había partido, y allí dedicose a cuidar aquel sueño, y a procurar que alguna vez fuera preciosa realidad.

Post scriptum. Nunca tendría que haber injusticia, aunque siempre la hubiera; y siempre tendría que haber justicia, aunque nunca la hubiera.

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