Y vuelven las flores de jacaranda…
Logos
En febrero, o marzo o abril. Vuelven las mágicas flores de la fecunda jacaranda. Y con el volver de esas flores vuelve alguna esperanza mía ha mucho tiempo abandonada, o alguna ilusión mía ha mucho tiempo perdida. Y algún pasado suceso de la vida mía abandona la sepultura del inicuo olvido, y resurge en el piadoso recuerdo.
Son las flores de la jacaranda como creación auroral, y caen sus pétalos como dulce despedida crepuscular. Quiero soñar flores de árbol de jacaranda que viajan hasta el espacio sideral y se vuelven luminosas, y acompañan a las estrellas. Quiero soñar que sus pétalos caen sobre caminos cósmicos, sobre los cuales mi sueño transita hacia un presentido destino benévolo, del cual solo saben aquellas flores.
Quiero despertar ante un árbol de jacaranda como ante un prodigioso altar de la Naturaleza. Quiero deambular sobre veredas sorpresivas que silenciosos caminantes han creado entre árboles de jacaranda. Quiero perderme en algún bosque de esos mismos árboles. Quiero reposar bajo un dosel de sus florecidos ramajes. Quiero trepar con repentina agilidad felina hasta los más altos ramajes de un árbol de jacaranda, y observar pétalos en el momento en que se desprenden de sus flores, y agitados por cálidos céfiros corteses caen con mágica solemnidad, hasta reposar en sorprendidas pero agradecidas briznas herbáceas.
Quiero decirle a la mujer amada: “Ven. Dame tu mano. Te invito a pasear por campos que tienen ocultos idilios con los florecidos árboles de jacaranda.” Y cuando estuviéramos ya en alguno de esos campos, le diría: “Detente, por favor, bajo aquel árbol de jacaranda. Mira hacia sus ramas; y espera a que de sus flores caigan pétalos sobre tu frente; o espera a que, en tu larga y ondulada cabellera, se prendan pétalos de esas mismas flores; pétalos que quizá anhelan residir en esa caballera tuya, con la esperanza de preservar ilimitadamente su preciosa turgencia.”
Buscaré árboles de jacaranda. Y los encontraré dotados de flores que exhiben impredecibles matices de color morado, o azul, o rosado, o blanco o púrpura. Buscaré árboles de jacaranda. Y los encontraré dotados de flores que ya han vertido pétalos en la angosta calle de un viejo barrio que se extingue; o en la ancha avenida de una ciudad antigua que ninguna historia recuerda; o en el patio de una casa que una anciana solitaria habita; o en la vecindad de una ruinosa ermita; o en el agua de la fatigada fuente de un parque que evoca la niñez de los ancianos; o en la orilla de un barranco que contempla sereno el volar de los pájaros; o en la cumbre de un cerro que lentamente disipa su contorno en un rojizo, o un rosáceo o un dorado atardecer.
He pensado que el acontecer de mi vida sería distinto si no hubiera conocido flores de jacaranda. Y angustiosamente me inquieta la posibilidad de que no las hubiera conocido. Todavía más me inquieta la posibilidad de que en el Universo no hubiera flores de jacaranda. Empero, la angustiada inquietud tórnase consolatoria quietud cuando, en febrero, en marzo o en abril, compruebo que hay flores de jacaranda, que enriquecen mi acontecer y el acontecer mismo universal.
Cuando los árboles de jacaranda han perdido sus flores siento que he perdido una época feliz de mi vida; pero las recuerdo, y entonces se vuelven latidos beatíficos de mi memoria complacida, o gratas divagaciones de mi escapada imaginación, o perlas fugaces de mi holgada fantasía. Empero, aunque sienta que he perdido una época feliz de mi vida, eludo la melancolía porque sé que el piadoso ciclo de las estaciones me devolverá, en un próximo febrero, o marzo o abril, con nuevas flores de jacaranda, aquella época, y entonces estaré dispuesto a hincarme ante un presentido poder divino que generosamente me dotó de vida.
Post scriptum. Nunca cortaría una flor de jacaranda. Precisamente le he prohibido a mis manos cortarla, aunque pueden tocarla con la delicadeza de la mano que puede tocar una gota de agua, pero no debe disolverla.

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