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Democracia o República

Mi Esquina Socrática

¿Qué, de veras, deberíamos preferir ahora: Una “Democracia o una “República”?

Pregunta vacía quizás para algunos de mis lectores. Para mí, en cambio, la disyuntiva mundial de este momento tanto al nivel local como al internacional.

Me explico: lo veo desde la perspectiva de la historia real de los pueblos y desde sus raíces, y me veo, encima, obligado a simplificarlo al máximo para esta entrega periodística.

Porque “Democracia” y “República” son hoy para muchos vocablos que superficialmente poco o nada encierran de diferentes entre sí.

Pero la crisis mundial de este momento nos impele a responderla cuanto antes.

Para empezar a deslindar semejante disyuntiva que de momento nos podría parecer ficticia o también muy exagerada y sin contenido de gran peso, creo que debemos remontarnos siquiera hasta sus orígenes semánticos en el ayer de dos pueblos señeros del Mediterráneo: Al de la Grecia clásica de hace casi tres milenios o al de la Roma que le fue posterior apenas por unos siglos.

Permítaseme encima dejarme guiar por el pensamiento lúcido de un solo autor de aquellos tiempos clásicos que a mi juicio supo entrever como ningún otro el más hondo significado de esos dos términos: el de aquel macedonio del siglo segundo antes de Cristo, Polibio, según lo expuso en su Historia General durante su exilio forzado en Roma.

Para situarlo en el contexto que nos sea más simple e inteligible en estos tiempos, parto aquí de ese otro supuesto: el de que la “Democracia” etimológicamente significa “un gobierno con el respaldo explícito de la mayoría de sus ciudadanos”. Mientras que el de “República”, por su parte muy romano, entraña algo diferente: el de la promulgación de leyes estatales y efectivas para todos enderezadas en la práctica al logro de mejores soluciones en la vida pública de los pueblos.

Sería de añadir que en ambas nociones, esto es, tanto en cuanto respaldo a los gobernantes, la “Democracia”, como en cuanto al logro de resultados útiles para todos, la “República”, son en principio conceptos paralelos pero no idénticos.

Pues para aquellos griegos de los tiempos de Polibio reducibles a ideales meramente filosóficos; en tanto en que para los romanos, constituían prácticas eficaces para la vida colectiva de cada etnia.

Y así, me pregunto ahora sobre tales versiones: ¿dónde situaríamos también ese otro concepto universal y el más valioso de todos éticamente hablando, el de una justicia eficaz para todos?

Dentro de esas dos corrientes clásicas que acabo de mencionar, la helenística y la romana, los gobernantes de los mismos habrían de legislar y de ejecutar en sus orígenes públicamente de acuerdo a lo que se hubiese debatido o pactado entre todos sus representantes o entre todos los jurados, pero no para definir metafísicamente en que podría consistir lo más justo en cada una de las controversias privadas o públicas de los tales mismos ciudadanos.

Eso más bien habría de quedar reservado para unos selectos jueces o magistrados de justicia, siempre autónomos y ajenos al mismo tiempo al ejercicio prudencial del poder coactivo de gobernar. Ya que, esto quedaría exclusivamente para aquellos investidos del poder de decidir o ejecutar para todos, o sea, los así ya devenidos monarcas o aristócratas (patricios según el vocabulario romano) en ambas tradiciones, o más tarde los tribunos y ulteriormente los césares en la Roma pagana.

Por otra parte, para nosotros hoy, tras los últimos tres siglos tan “ilustrados”, solo nos resta el precisar sobre qué bases públicamente legisladas habremos de gobernar y de hacer justicia. De aquí las controversias contemporáneas sobre el derecho natural o el positivismo jurídico.

En esto último hay un supuesto que nos ha devenido paulatinamente común a todos: deslindar las funciones de determinar lo justo de lo injusto en todos nuestros procedimientos jurídicos o si no a la luz de lo simplemente legislado.

Esta reflexión es atribuible primordialmente a un pensador francés muy influyente del siglo XVIII: el Barón de Montesquieu, a través de su principal texto de filosofía del derecho, “El Espíritu de las Leyes” (1748).

Y a su turno, los constitucionalistas americanos de habla inglesa, en 1776 aceptaron definitivamente el principio de tres poderes públicos fundamentales: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.

Y por su parte sus contemporáneos revolucionarios franceses de 1789 lo formalizaron legalmente para ser copiado por las demás sociedades autónomas y nacionales que hubieron de surgir paulatinamente desde aquel entonces tanto en Europa como en nuestra América hispana, y de ahí hasta en el resto del mundo que hoy calificamos de civilizado.

De tal manera que en nuestros días las funciones públicas de gobernar o de declarar lo justo o lo injusto ha caído en las mismas manos estatales y se ha salido totalmente del ámbito de lo privado.

Me perdone el lector que en estas pocas líneas haya intentado explicitar esa historia tan riquísima del Derecho en cualquiera de sus tantas versiones.

Todo ello, en mi modesta opinión, también nos podría servir a todos de fundamento inicial para adentrarnos en conciencia no solo en lo privado de cada cual sino también de lo público que a todos, por supuesto, nos incumbe en lo más íntimo de nuestro sentido personal de la responsabilidad tanto de la colectiva como de la individual.

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Armando De La Torre

Nacido en Nueva York, de padres cubanos, el 9 de julio de 1926. Unidos en matrimonio en la misma ciudad con Marta Buonafina Aguilar, el 11 de marzo de 1967, con la cual tuvo dos hijos, Virginia e Ignacio. Hizo su escuela primaria y secundaria en La Habana, en el Colegio de los Hermanos De La Salle. Estudió tres años en la Escuela de Periodismo, simultáneamente con los estudios de Derecho en la Universidad de La Habana. Ingresó en la Compañía de Jesús e hizo los estudios de Lenguas Clásicas, Filosofía y Teología propios de esa Institución, en diversos centros y universidades europeas (Comillas, España; Frankfurt, Alemania; Saint Martin d´Ablois, Francia).

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