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Corrupción y moralidad: O el mal y su antídoto

Pluma Invitada

Por: Carlos Molina Jiménez

Hoy se sabe que la confianza y la credibilidad, en tanto factores efectivos de las relaciones sociales, contribuyen significativamente a incrementar el desempeño económico de las sociedades, su estabilidad política y, sobre todo, a promover la calidad de vida de los habitantes.

Y se sabe, también, en contraste, que la generalización de las prácticas corruptas conduce a lo que Carlos Nino, ha llamado la anomia boba. Es decir, cuando un gran número de individuos, en procura cada uno de su provecho particular, evade las normas reguladoras de la convivencia y la cooperación, se genera como resultado conjunto y no deseado de sus acciones la desarticulación y distorsión de los procesos sociales.

Por eso, a cada uno de ellos le resulta, en adelante, cada vez más difícil vivir y satisfacer sus intereses en ese medio que entre todos, sin pretenderlo, han malogrado. Pues la arbitrariedad y la imprevisibilidad de las conductas llegan a ser la pauta preponderante; los costos adicionales que supone cualquier trámite tienden incesantemente a crecer, lo mismo que la incertidumbre acerca de los resultados; y las precauciones que se han de adoptar para desenvolverse en un ambiente tan escabroso, terminan por ser abrumadoras.

En definitiva, la situación ha empeorado para todos y, a consecuencia de ello, la sociedad como tal ha visto mermada en gran medida la capacidad para resolver sus problemas y responder a sus retos; por lo que las perspectivas de futuro tampoco resultan alentadoras.

¿Qué enseñanza podemos derivar del cuadro bosquejado? Ante todo, que hemos de aprender a percibir el nivel de moralidad existente en el conjunto social bajo una nueva luz. Con frecuencia, la moral ha sido concebida como un asunto primordialmente privado, referente a la búsqueda de la salvación extraterrena, el perfeccionamiento personal o la represión de las pulsiones. Pero ella es en realidad un aspecto decisivo de las relaciones sociales. Sin su concurso, la convivencia y la cooperación no serían posibles. ¿Cabría coordinar actividades o desarrollar planes compartidos si no hubiese información fiable, si nadie respetara la palabra empeñada, si el atropello y la agresión fuesen lo usual, si la arbitrariedad prevaleciera siempre en los contactos humanos?

En tales circunstancias lo razonable sería replegarse sobre sí mismo, reducir en lo posible las interacciones, redoblar las cautelas, encerrarse en espacios seguros.

Pero la cuestión no acaba aquí. El grado promedio de moralidad alcanzado por un conglomerado humano, constituye una dimensión esencial de la aptitud de ese grupo para afrontar los desafíos planteados por el curso de su desarrollo histórico.

Hay evidencia empírica en el siguiente sentido: las sociedades que presentan grados más altos de apego a la normativa moral, pueden sumar con mayor facilidad sus fuerzas y capacidades para emprender tareas complejas y de largo plazo, porque existe más credibilidad mutua y confianza recíproca entre sus miembros. Por las mismas razones, estas sociedades también suelen contar con mayores reservas interiores para perseverar durante las épocas de adversidad…

Si vemos la moral en los términos antedichos, no cabe conceptualizarla meramente como un asunto privado, que concierne tan sólo a los particulares. Adquiere, por el contrario, relevancia pública, en cuanto representa la fibra que confiere fortaleza e integridad a los vínculos sociales.

Visto en términos ideales, el mejor remedio contra la corrupción, la mayor garantía de transparencia radica en la moralidad. Para un sujeto con convicciones morales absolutamente sólidas y por completo arraigadas, incurrir en corrupción resultaría imposible.

Si este objetivo fuera viable, bastaría con su obtención. No haría falta elemento adicional alguno: ningún refuerzo o complemento. La resistencia interna del agente a corromperse, devendría en este caso, por sí sola, la solución infalible, el seguro total.

Pero, ¿podría determinarse con alguna exactitud ese grado de moralidad que imposibilitaría del todo la corrupción?, ¿sería posible contrarrestar el poder persuasivo de todas las fuentes imaginables de tentaciones?, ¿cabe asegurar que todos, y en cualquier ocasión, mostrarían el estado de firmeza moral requerido para no doblegarse?

Si examinamos con cuidado estos interrogantes veremos que, desafortunadamente, en los tres casos la respuesta ha de ser negativa. Ello pone de manifiesto que la mejor solución concebible no resulta efectivamente practicable, en razón de las complejidades e insuficiencias de la conducta y el conocimiento humanos.

Sin embargo, tales constataciones no invalidan por entero la opción considerada; únicamente, por decirlo así, su expresión más plena. Puede, por tanto, recuperarse la idea pero en un plano de mayor modestia y relatividad. Porque, pese a todas las objeciones enunciadas, sigue siendo cierto que cuanto más fuertes sean las convicciones morales del sujeto y cuanto más extendido se encuentre este compromiso entre la gente, tanto mayor será el rechazo que las personas opongan a la corrupción.

Debe tenerse en cuenta, además, que, en el terreno en que nos movemos, el elemento moral aparece como insustituible e insuprimible; de modo que ninguna fórmula puramente exterior será suficiente. Pues sin una dosis, aunque sea mínima, de buena voluntad, no existe regulación o procedimiento que no pueda ser distorsionado, ni barrera que no quepa abatir o rebasar.

Todo límite que una mente humana levanta, otra mente humana puede desmontarlo o trivializar, a menos que falte, por convencimiento propio, la voluntad de hacerlo.

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