¡VAE VICTIS!, “¡AY DE LOS VENCIDOS!”
Mi Esquina Socrática
En este mundo tan desigual, en el que casi todos nos movemos al parecer sin las brújulas más adecuadas para nuestras realizaciones personales, ese apotegma romano “¡Ay de los vencidos!” a mí me resume todo lo que nos agita de la forma más penetrante y más clara.
Pues todos y cada uno alguna vez nos enderezamos hacia una derrota lacerante que puede parecer hasta merecida.
Y todo ello al mismo tiempo en este pequeño planeta en el que cada uno parecemos con frecuencia imposibilitados para hacer nuestro el sufrimiento ajeno de cualquier otro humano no menos vencido.
“Homo homini lupus” ¿El hombre lobo para el hombre como lo creyó evidenciado por un momento el santo Francisco de Asís? ¿Por qué parecemos tan fáciles para minusvaluar el dolor del otro?
Así pareció habérsele ocurrido a un feroz galo por nombre Breno según Tito Livio, que hizo suya por unas horas a la Roma de sus comienzos, allá por el año 390 antes de Jesucristo. O sea, cuando la compasión todavía no era una virtud a la que todos estuviéramos llamados universalmente por Dios.
Y, curiosamente, no llegó a ser completa porque los graznidos de unos gansos reservados para el culto pagano en el Capitolio despertaron a tiempo a los guardias romanos, que lograron repeler a los invasores en las primeras horas de la madrugada.
Ese vencedor de aquel momento no solo se refería a la destrucción física de a la para entonces todavía modesta ciudad de Roma sino al dolor por la deshonra de sus mujeres, la muerte de sus hombres y el cautiverio de sus niños arrastrados a un exilio sin nombre ni lugar determinados.
Los vencidos para aquel entonces siempre eran reducidos a un destino implacable que nos recuerda hoy el de los millones de africanos que fueron sometidos a igual suerte durante muchos siglos por los árabes y los europeos.
La indiferencia tan cruel y universal de los vencedores hacia el dolor de sus vencidos fue una práctica común y universal hasta principios del siglo XX de la era cristiana.
Por tanto, también en esta injusticia masiva, “Nada nuevo bajo el sol”.
Pues antes de Cristo así fuimos todos indiferentes a la miseria ajena, fríos y calculadores con nuestra propia suerte si figurábamos entre los pocos triunfadores del momento.
Por eso, “¡Vae Victis!”, “¡Ay de los vencidos!”, en tantas guerras despiadadas entre tribus de horripilante ferocidad para con los derrotados. Entre ellos tantos jóvenes a quienes se les arrebataba el deseo de seguir viviendo, además de las masas hambrientas y muy mal olientes que habrían de sumergir sus vidas en las canteras de los faraones o en los latifundios de los romanos.
“¡Vae Victis!”, pues, enderezado por los poquísimos afortunados que lograban escapar a tan triste destino hacia sus dolientes derrotados.
La historia ha sido mi dramática institutriz desde mi adolescencia. Y aunque he disfrutado enormemente de los múltiples tesoros de tamaña experiencia, jamás puedo olvidar lo muy horroroso que también ha entrañado.
Esa historia cambió radicalmente tras la prédica y la pasión de Jesús de Nazaret.
Y así empezaron a surgir hace ya dos mil años hombres y mujeres enteros y movidos al fin por la caridad hacia el menos afortunado. Esa ha sido la cantera de innumerables héroes hasta el día de hoy. Héroes que han sabido enfrentar como nunca antes en la historia de la humanidad el dolor de la cruz y de la más ignominiosa de las derrotas voluntariamente, como aquel infeliz siervo en la Cuba colonial, Gabriel de la Concepción Valdés, más conocido como Plácido, que hubo de ser ejecutado públicamente por haberse levantado contra esa horrorosa institución tan longeva, de la esclavitud. Y que por esa misma razón fue condenado a muerte y ejecutado en 1844 en la Habana a sus treinta y cinco años de edad.
Plácido me dejó un legado que no puedo olvidar: su poema “Plegaria a Dios”, que quiero reproducir aquí en su integridad pues no creo que mis amigos guatemaltecos habrán tenido oportunidad de disfrutarlo en toda su hondura:
Ser de inmensa bondad, Dios poderoso
A vos acudo en mi dolor vehemente;
Extended vuestro brazo omnipotente,
Rasgad de la calumnia el velo odioso,
Y arrancad este sello ignominioso
Con que el mundo manchar quiere mi frente.
Rey de los reyes, Dios de mis abuelos,
Vos solo sois mi defensor, Dios mío.
Todo lo puede quien al mar sombrío
Olas y peces dio, luz a los cielos,
Fuego al sol, giro al aire, al Norte hielos,
Vida a las plantas, movimiento al río.
Todo lo podéis vos, todo fenece
O se reanima a vuestra voz sagrada:
Fuera de vos Señor, el todo es nada,
Que en la insondable eternidad perece,
Y aún en esa misma nada os obedece,
Pues de ella fue la humanidad creada.
Yo no os puedo engañar, Dios de clemencia
Y pues vuestra eternal sabiduría
Ve a través de mi cuerpo el alma mía
Cual del aire a la clara transparencia,
Estorbad que humillada la inocencia
Bata sus palmas la calumnia impía.
Mas si cuadra a tu suma omnipotencia
Que yo perezca cual malvado impío,
Y que los hombres mi cadáver frío
Ultrajen con maligna complacencia,
Suene tu voz, y acabe mi existencia…
Cúmplase en mí tu voluntad, Dios mío!
Me permito añadir un comentario final: esto es posible solo entre hombres y mujeres que lo son por entero, es decir, no relativistas.
Para mí, esos privilegiados que creen en verdades definitivas por las cuales vale la pena dar la vida les pregunto: ¿Cuántos como Plácido quedarán hoy entre tantos cómodos oportunistas que parecen serlos hoy?…

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