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Encuentros de Fariseos, saduceos y escribas con Jesús

Logos

El Nuevo Testamento relata encuentros de fariseos, saduceos y escribas, con Jesús, a quien seguían o perseguían para juzgar su conducta, o interrogarlo sobre asuntos religiosos o políticos, o provocar en él una declaración que fuera motivo de acusación, juicio y condena.

Los fariseos le reprocharon que sus discípulos cortaban espigas y las comían en el día de reposo. Jesús les dijo que “el Hijo del Hombre es Señor del día de reposo.” La autoridad divina no tenía que someterse al mandato del cual ella misma era la razón de ser.

Los fariseos enviaron discípulos para interrogarlo sobre la licitud o ilicitud de pagar tributos. Él pidió mostrar la moneda del tributo, que tenía la imagen de César. Jesús observó esa imagen y contestó así: “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.” Es decir, los tributos eran asuntos del reino terrenal, y no del reino celestial, y por ello él, Jesús, a quien competían asuntos celestiales, no tenía que dictaminar sobre pagar o no pagar impuestos.

Los saduceos le plantearon esta cuestión: “Maestro, Moisés nos escribió que si el hermano de alguno muriere y dejare esposa, pero no dejare hijos, que su hermano se case con ella… Hubo siete hermanos;. El primero tomó esposa, y murió sin dejar descendencia. Y el segundo se casó con ella, y murió, y tampoco dejó descendencia; y el tercero, de la misma manera. Y así los siete, y no dejaron descendencia; y después de todos murió también la mujer. En la resurrección, pues, cuando resuciten, ¿de quién de ellos será ella mujer, ya que los siete la tuvieron por mujer?” Jesús respondió así: “Cuando resuciten de los muertos, ni se casarán ni se darán en casamiento, sino serán como los ángeles que están en los cielos.” Presumo que Jesús quiso decir que la resurrección era el comienzo de una nueva vida, independiente de la vida que hubieran tenido quienes habían muerto, porque “Dios no es Dios de muertos, sino Dios de vivos…”

Los fariseos le plantearon esta pregunta: “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley? Jesús respondió de esta manera: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.”  Los fariseos no pudieron invocar otro mandamiento que fuera el principal, u otros que fueran los principales.

Fariseos y escribas pidieron a Jesús que, con alguna señal, demostrara que él ejercía un ministerio divino. Jesús les dijo: “La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás.” Esa generación no tenía autoridad moral para pedir una señal de que el ministerio de Jesús era divino. Y por ello, no habría tal señal. Empero, si había que dar una señal, sería aquella de Jonás. ¿Cuál era? No en el Evangelio según San Mateo sino en el Evangelio según San Lucas, se explica esa señal: Jonás, por orden de Dios, anunció, en Nínive, que esta ciudad sería destruida; pero ella abandonó su “mal camino”, y Dios no la destruyó. Precisamente en el Evangelio según San Lucas, se lee esto: “Porque así como Jonás fue señal a los ninivitas, también lo será el Hijo del Hombre a esta generación.”

Escribas, sacerdotes y ancianos, luego de que Jesús expulsó del templo a compradores y vendedores, y cuando predicaba en él, lo interrogaron de esta manera: “Dinos: ¿con qué autoridad haces estas cosas? ¿O quién te ha dado esta autoridad?” Jesús no respondió sino que planteó a ellos una pregunta sobre el bautismo de Juan: “¿Era del cielo, o de los hombres?” Si decían que era del cielo, tenían que haber creído en Juan; pero no creyeron. Si decían que era de los hombres, se exponían a que el pueblo los lapidara. Y no respondieron. “Entonces Jesús les dijo: Yo tampoco os diré con qué autoridad hago estas cosas.”

Jesús emprendió una formidable crítica  de escribas y fariseos, a quienes llamó “hipócritas”, “insensatos”, “guías ciegos”, “necios” y “sepulcros blanqueados” (es decir, externamente limpios; pero interiormente inmundos). Quizá nunca los escribas y los fariseos  habían sido objeto de crítica. Y no era meramente crítica: era una acusación sorpresivamente audaz, franca y demoledora.

Fariseos, saduceos y escribas no creían que Jesús fuera el Mesías, y quizá podían haber admitido que la gente creyera que lo era, o que él mismo dijera que lo era. Empero, la prédica de Jesús era una amenaza. Por ejemplo, amenazaba la presunta imagen de pureza moral de los fariseos, el gratificante poder políticos de los saduceos y el lucrativo prestigio profesional de los escribas. Hasta amenazaba el poder del prefecto de Judea, Poncio Pilato.

Post scriptum. Fariseos, escribas, saduceos, sacerdotes o ancianos podían haber asesinado a Jesús; pero este crimen podía haber provocado una impredecible reacción violenta de quienes creían en él. Políticamente era más conveniente  acusarlo de un gravísimo delito cuyo castigo fuera la muerte. Sobre esto, se lee en el Evangelio según San Mateo: “Entonces los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos del pueblo se reunieron en el patio del sumo sacerdote llamado Caifás, y tuvieron consejo para prender con engaño a Jesús, y matarle.”

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