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El Reloj del Pavo

Editado Para La Historia

En nuestros días, conocer la hora es algo extremadamente banal. En cualquier herramienta informática se puede ver la hora. Por demás, la tenemos muy accesible en el teléfono celular que hoy forma parte de nuestra vida cotidiana. Comprar un reloj también es algo asequible estrictamente a cualquier bolsillo. Podemos encontrar desde los relojes de las más afamadas marcas por varios miles de dólares con metales y piedras preciosas hasta el más sencillo instrumento que se puede colocar en la muñeca por una muy reducida cantidad de dinero, si es que nos contentamos con un Made in China.

De hecho, los relojes de nuestros días incluso sirven para mucho más que para dar la hora. Ya están en el mercado relojes que son verdaderas computadoras y que miden la presión y las calorías que uno gasta al caminar, la temperatura y un sinfín de informaciones más o menos útiles al usuario. Pero hasta no hace mucho, un reloj era algo que se transmitía de padre a hijo. Era un instrumento caro y que formaba parte de los bienes de la familia. Muchos de nosotros todavía conservamos el reloj del abuelo o del bisabuelo como tesoro familiar.

Y ¿que podremos decir de los acaudalados de este mundo de los siglos pasados cuando un reloj cobraba letras de nobleza siendo fabricado por los más prestigiosos relojeros y orfebres del mundo? Eran relojes que estaban acompañados por piedras y metales preciosos, llenos de figuras, adornos de todo tipo y de alegorías. Evidentemente, su función era la de hora pero, más que eso, era estar sobre algún mueble o alguna chimenea más bien como objeto hermoso para el regalo de la vista que para indicar la hora del momento y como símbolo exterior de riqueza.

De hecho, hubo relojeros y orfebres que llevaron más allá el arte de la relojería. Hubo algunos que en el siglo XVIII consideraron que el reloj debía ser solo la escusa, quizás como un extra de poca importancia, para mostrar autómatas en movimiento y con música. Un autómata es una representación de un ser vivo, que podría ser un animal o una persona, y que, gracias al ingenioso mecanismo de engranajes y cuerdas, lograban imitar unos el movimiento de los animales y otros el movimiento de las personas. Famoso fue un autómata que decían era capaz de jugar y ganar una partida de ajedrez.

En Inglaterra hubo un famoso joyero, orfebre, relojero e inventor cuyo nombre era James Cox. Este señor estaba instalado en Londres y tenía una empresa que se dedicaba a la fabricación de hermosos relojes destinados a los más poderosos. El tipo de relojes que se mostraba con orgullo sobre algún mueble para demostrar su estatus social. En la empresa de James Cox también se fabricaban relojes de bolsillo y autómatas. El señor Cox empleaba a varias personas que lo ayudaban en la fabricación de sus fabulosas invenciones. Uno de esos empleados que aportó grandes conocimientos e ingenio a la empresa fue el alemán Friedrich Jüri. Todo parece indicar que fue él el verdadero creador detrás de muchas de las obras maestras de la empresa.

En el año 1777, desde Londres llegó a la corte rusa un gran personaje, noble de alta estirpe, la Duquesa de Kingston. Los rusos la recibieron con la magnificencia con la que sabían halagar a los visitantes de marca. Entre las anécdotas que traía de Londres la Duquesa de Kingston, le habló al Príncipe Gregori Potemkin de la existencia de la empresa de James Cox y de la tienda que para vender sus artículos había fundado en la capital inglesa, “Springs Garden”. La Duquesa solo tenía elogios sobre los objetos que allí se vendían.

El príncipe Potemkin, uno de los muchos amantes que tuvo la famosa emperatriz de Rusia Catalina la Grande, se apresuró a hacer un encargo dentro del catálogo que ya existía de los artículos de la empresa del señor Cox. En los registros de la cancillería rusa están registrados dos pagos a Inglaterra por un total de 11000 rublos. Este dinero fue pagado por el peculio personal de la emperatriz. Desde Londres llegó dentro de varias cestas un hermoso reloj autómata pero desmontado, a gran disgusto del Príncipe Potemkin. Podemos pensar que ni siquiera venía con su “manual de utilización” que diera las instrucciones para que se pudiera montar, porque el relojero ruso Iván Kulibin pasó más de dos años en la tarea de poderlo montar. Incluso se dio cuenta de que faltaban piezas que él mismo tuvo que fabricar.

Pero el resultado fue maravilloso. Sobre un roble permanece de pie un hermoso pavo real, figura central de esta obra y que le da su nombre. Lo acompañan otras aves: un gallo (que representa el día) y un búho (que representa la noche). Todo está fabricado en bronce, plata y piedras preciosas. A las horas en punto el pavo real comienza a moverse, de la forma más natural que uno pueda imaginar, acompañando a este movimiento el hecho de que abre ostentosamente su hermosa cola ricamente decorada con piedras preciosas. Al final de su pavoneo nos da la espalda, mostrando la parte posterior de su espléndida cola realizada en plata. El búho y el gallo también nos deleitan con sus movimientos.

Hay otros personajes dentro de esta composición: una ardilla que no se mueve e incluso una libélula que, con su movimiento, nos indica el paso de los segundos. Para saber la hora tenemos que levantar la cabeza de un hongo que el maestro joyero colocó al costado del roble. Esto demuestra lo que les narraba: estos relojes autómatas para lo menos que servían era para dar la hora.

La peculiaridad de este autómata es que es el único del siglo XVII que se encuentra en su estado original y en perfecto estado de funcionamiento. No lleva la firma de la casa de fabricación en ningún lugar, pero su origen es obligatoriamente la fábrica de James Cox… él era el único en ese momento en Europa que podía realizar tan maravillosa obra.

El reloj-autómata es de grandes dimensiones y se encuentra dentro de una gran urna que lo protege del polvo y de la presencia de las multitudes de fans. A pesar de que el famoso museo del Hermitage posee más de tres millones de piezas de arte de toda naturaleza, una de las mayores atracciones de los visitantes es venir a ver la hora en punto en el famoso reloj que se encuentra en una amplia sala a él destinada toda decorada en blanco y oro.

La visita de la otrora capital de Rusia es todo un diaporama del collage de historia, de arte, de momentos felices y de momentos trágicos por lo que ha tenido que vivir a esta ciudad. Pero, decididamente, el punto culminante a la visita de San Petersburgo es visitar el Museo del Hermitage.

A pesar de que a mediados del siglo XIX muchos de sus salones fueron abiertos al público para mostrar la inmensa colección de pintura y otros objetos, seguía siendo residencia de la familia imperial rusa. Visitar el museo del Hermitage es una experiencia absolutamente inolvidable. Los visitantes entran al mismo por la famosa Escalera de los Embajadores, alto exponente del barroco ruso creado por el gran artífice de muchos de los grandes monumentos rusos de esa época, el arquitecto italiano Francesco Rastrelli.

Visitar el Hermitage es no solo ir al encuentro de una inestimable colección de arte. Es también estar en comunión con su sublime arquitectura y decoración. Así que ya lo sabe, si tiene la posibilidad de visitar esta maravillosa ciudad, rica en historia, lo primero que tiene que hacer es ir corriendo al Hermitage y, por sobre todas las cosas, no perderse la visita del famoso Reloj del Pavo. Lamentablemente en el momento en que les escribo esta historia Rusia ha iniciado una cruenta e injustificada guerra. A consecuencia de ello la casi totalidad de los países le han dado la espalda a su presidente. Rusia es grande, mucho más que su presidente. Rusia volverá a ser miembro orgulloso del coro de las naciones.

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Franck Antonio Fernández Estrada

traductor, intérprete, filólogo ([email protected])

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