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La muerte de un ciudadano notable

Teorema

Lo conocí en agosto de 1972, hace 50 años. Fue camino a Joyabaj, donde aún se practicaba, en su fiesta municipal, “El baile de la culebra”. Yo iba apurado a ver esa danza, él venía con su familia de haberla visto. Esa noche cené con ellos en su hotel en Panajachel.

Antropólogo de corazón, conocía los usos y costumbres de las poblaciones del interior. Siendo, además, generoso para compartir su conocimiento, esa noche Juan José habló sobre las tradiciones, ese baile y sus diferencias con otros.

Dijo que era anterior a la conquista. Que la música proviene de una marimba de tecomates que ejecuta monótonas melodías quichés. Varios hombres danzan alrededor de una mujer que los nativos llaman la Margarita (la menor de sus hijas se llamaba así). Utilizan trajes sencillos y máscaras de madera talladas a mano. Los hombres buscan conquistar a la Margarita pavoneándose frente a ella. Al final ella habrá de decidirse por alguno.

A la mitad del baile los hombres liberan varias culebras que guardaban en un cesto y las deben recapturar con las manos. El público siente temor, sabe que el peligro es verdadero pero forma parte del ritual. Terminado el baile ―continuó Juan José― los actores llevan las culebras al hábitat de donde las tomaron y las liberan. Tanto cuando las atrapan como al soltarlas ejecutan un ritual sagrado.

La historia fue muy interesante, especialmente porque esa mañana me había perdido el baile al quedarme dormido. Así que no había visto “ni jute”. Eso contribuyó a que la velada fuera aún más agradable y favoreció el inicio de una amistad que se mantuvo hasta el sábado anterior.

Durante los veinte años siguientes solo lo vi de manera ocasional, pero en la década de los años noventa y en adelante, Juan José Hurtado Vega se convirtió en el pediatra de mis hijos y médico de la familia. Además, en el amigo que nos acompañaba en los eventos familiares celebrados en casa. Mis hijos, esposa y yo aprendimos a apreciarlo, valorarlo y a respetarlo profundamente.

Tenemos muchos recuerdos con él. Una noche Maya, que entonces tendría unos doce años, estaba en cama con una infección en la garganta. La temperatura no paraba de subir. Me pareció imprudente sacarla de la casa y en vez de eso lo llamé pidiendo que llegara a verla. Lo hizo de inmediato. Cuando llegó pasó directamente a la habitación para examinarla mientras yo iba por una silla para él. Al regresar estaba encaramado en la cama de Maya mientras la examinaba con su estetoscopio.

¡Cómo no amarlo! Cómo no vivir agradecidos con él después de ese y muchos otros pasajes semejantes cuando resolvió las dificultades de salud de mi familia y las mías.

Hace seis años, Juan José se convirtió en nonagenario. A principios de ese enero cumplió 96 años. Siempre, hasta 2019, disfrutó de buena salud. En una ocasión me contó que se ejercitaba con pesas pequeñas todas las mañanas durante media hora y caminaba tanto como le era posible. Los fines de semana iba a remar a Amatitlán, algunas veces en compañía de Álvaro, su hijo mayor. A la mitad del lago sacaba un six-pack de la hielera y lo compartía con él. Eso, después de los 90, es mucho decir.

En otra ocasión me habló de sus verdaderos maestros, aquellos que después de graduado lo dirigieron y ayudaron a formar la vasta experiencia profesional y el profundo sentido humano que lo distinguía. Me contó que fue el médico Ernesto Cofiño Ubico, quién lo dirigió, entrenó y abrió para él las puertas de la salud pública al inicio de su carrera.

Cofiño lo recomendó para un puesto en Quetzaltenango donde conoció al Gonzalo Delgadillo Zamora, la eminencia médica de esa localidad. Delgadillo lo sometió a duras pruebas antes de brindarle su amistad, consejo y ayuda. Más tarde cultivó el afecto del también médico Rodolfo Herrera Llerandi.

Juan José siempre practicó la virtud del agradecimiento. Mantuvo manifiesta gratitud hacia quienes lo ayudaron en las diversas tareas de su profesión y de su vida. En una pared de su clínica colgaban fotos de Cofiño y de Herrera. Nunca vi una de Delgadillo, pero debió tenerla en otra parte. Tres Hombres Notables y médicos del mayor prestigio formaron su camino.

Entre la amistad con sus contemporáneos, Juan José cultivó la del cardiólogo Carlos Vassaux a quien unía el interés por la música sinfónica y manifiesta afinidad en sus ideas sociales. Me contó que en una ocasión pidió a Vassaux que diera una clase de su especialidad a sus alumnos en la Facultad de Medicina de la UFM. Al terminar la clase preguntó cómo le había parecido la Universidad. Este respondió que el Campus era hermoso y limpio, los estudiantes atentos y ordenados. Pero que nunca más le pidiera llegar otra vez. “Me siento incómodo de estar en un ambiente donde privilegian la libertad individual sobre la organización social” dijo. Sin embargo, en otra ocasión lo llevé a un concierto en el Juan Bautista –dijo travieso Juan José.

Otro gran amigo suyo, quizá el más cercano, fue Armando de la Torre. Ambos, después de discutir sus diferentes enfoques sobre la sociedad, terminaron respetando la forma de pensar del otro. En 2016, año cuando cada uno de ellos cumplió 90 años, los agasajamos con un almuerzo en casa. Entre los dos sumaban ¡180 años!

Juan José tuvo una vida intensa y exitosa. Alrededor de 2018, fue honrado por el Banco Industrial, para izar la bandera nacional en el programa cívico de esa institución.

Como médico pediatra atendió a tres generaciones. Muchos de sus pacientes llegaron como niños y siguieron recibiendo sus atenciones profesionales hasta ser adultos, incluso “adultos mayores” que, en ausencia de los padres, llevaban a los nietos y aprovechaban para saludarlo. Sabían que no había mejores manos que las suyas para ofrecer diagnósticos certeros y atender a los niños.

Tuvo muchos amigos, la mayoría fueron pacientes suyos. Hasta hoy, jamás he escuchado a nadie que, después de tratarlo personalmente algún tiempo, haya dicho algo negativo sobre él. Por el contrario, todas las menciones de quienes lo conocen bien son de afecto, aprecio y agradecimiento.

Alrededor de 1982 se especializó en medicina familiar. Me explicó que esta analiza el entorno dónde viven los pacientes y sus familias. Conoce sus casas y puede relacionar las enfermedades con complicaciones originadas en su entorno. Por ejemplo, quienes habitan en las proximidades de los barrancos de Vista Hermosa pueden ser contagiados por bichos que allí viven. Si un niño sufre una mordedura de culebra, él conoce las especies que habitan en el barranco. Una vez, alarmado me mostró una temible araña violín capturada allí.

En dos ocasiones fuimos juntos a FILGUA. Ya allí, nos separamos para que cada quien satisficiera sus particulares intereses literarios. También acudimos juntos a celebrar el cumpleaños de Armando de la Torre. Me costó convencerlo, pero después ya no se quería ir. Más de una vez, su generosidad se excedió acompañándome al laboratorio donde debían practicar exámenes ordenados por él.

En 1976, después del terremoto, Juan José cerró su clínica en la ciudad y se trasladó a una granja de su propiedad cerca de San Juan Sacatepéquez. Allí improvisó un hospital para atender a quienes habían sido afectados por el sismo. Nunca cobró un centavo. Meses después el inmueble presentaba condiciones deplorables, pero él se sentía satisfecho.

Posteriormente, en su clínica siguió recibiendo pacientes de San Juan. Dedicaba un día para ellos cobrando una tarifa reducida. Siempre trató de ocultar el espíritu de ayuda y abnegación que lo distinguían. Nunca lo vi presumir de haber actuado así.

En 2009 formamos un grupo de personas dispuestas a ayudar a los habitantes del caserío Joya de las Flores de San Juan Sacatepéquez. Me comuniqué con él para pedirle que se uniera a nosotros. No dudó un solo momento en aceptar. Llegó prácticamente a todas las reuniones que tuvimos y visitamos repetidas veces esa comunidad.

Aún lo puedo ver llegando a la sala donde nos reuníamos: frecuentemente calzaba caites, un morral típico colgaba de su brazo derecho y un medallón de jade o algo parecido lucía sobre su camisa. Tenía toda la pinta de un hippie de los años 60. Pero también llevaba con él, el conocimiento, la sabiduría y acaso lo más importante: la comprensión de la forma de pensar de los habitantes de Joya de las Flores.

Mientras a unos nos preocupaba ampliar la escuela y dotarla de computadoras, él insistía en construir un Centro de Salud en esa población. Se sintió muy contento cuando finalmente lo inauguramos.

Ayer, estando a 2,500 km de ese paraíso llamado Guatemala, me enteré de su fallecimiento.

A principios de 2019 decidió retirarse y envió a sus pacientes su historial clínico. Cuando cerró su clínica, que era su vida, empezó a languidecer. Al finalizar ese año, estaba reducido a una silla de ruedas. Durante esos casi tres años fue como una vela gruesa encendida por un cofrade de Chichicastenango, que se consume lentamente hasta extinguirse.

Quiero hacer mío el honor de decir, en representación de esas tres generaciones de pacientes suyos, la de sus estudiantes en las facultades de Medicina y de Nutrición de la UFM, la de los pobladores de Joya de las Flores que tuvieron ocasión de conocerlo, la de los sanjuaneros que atendió después del terremoto de 1976, la de sus amigos, la de sus hijos, yernos, nueras y nietos, así como la de sus colaboradores cercanos: Zaira, Estela y Raquel y muchos otros que sentimos por él admiración, cariño y tenemos plena consciencia de haber conocido en él a un ciudadano ejemplar, a un médico destacado, fiel a los juramentos de su profesión.

En nombre de ellos y el mío, afirmo que tuvimos el privilegio de conocer y disfrutar de la amistad de quien se hizo merecedor, en toda su plenitud, del calificativo de Ciudadano Notable.

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José Fernando García Molina

Guatemalteco, 67 años, casado, dos hijos, ingeniero, economista.Tiene una licenciatura en ingeniería eléctrica de la Universidad de San Carlos, una licenciatura en ingeniería industrial de la Universidad Rafael Landívar –URL–, una maestría en economía en la Universidad Francisco Marroquín –UFM–-, estudios de especialización en ingeniería pentaconta en la ITTLS de España.

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