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Guatemala es un país con una población joven inmensa. Si a esto le sumamos la niñez y adolescencia que va desde su nacimiento hasta los trece años, se alcanza la suma de diez millones aproximadamente. Un volumen de personas tan importante, que el Estado y la sociedad no puede dejar en el olvido, ni mucho menos descuidarla porque como país se estaría autodestruyendo.

En cuanto a la juventud que va de los trece a los veintinueve años, socialmente tienen derechos inalienables, como el de la salud, educación, uso del tiempo libre y participación en la vida pública, así como el derecho al trabajo digno. Sin embargo, dado que el porvenir de los jóvenes está sumergido en la incertidumbre, así como golpeado agresivamente por la violencia, el derecho a la felicidad resulta ser un sueño casi imposible de alcanzar por cada uno de ellos. La familia, la escuela, el centro de trabajo, su entorno socio-ambiental, deberían ser los espacios en dónde puedan alcanzar este propósito de vida.

Como sociedad y como Estado es impensable, civilizadamente hablando, que la vida de un joven se convierta en carne de cañón del crimen organizado o migre aventureramente a otros países en búsqueda de un paraíso inexistente. El drama que viven nuestras muchachas y muchachos, está bañado por el desencanto o la agresividad manifiesta por múltiples pandillas juveniles organizadas en diferentes partes del país, lo que se convierte, en una alarma urgente alertándonos de lo que podría suceder en un remolino irreversible de criminalidad y de manifestaciones dramáticas.

Estamos ante una posible explosión social de grandes magnitudes. No hay tiempo que perder. Se deben de abrir los corazones, la sensibilidad, el afecto y la ternura, la imaginación, y sobre todo el raciocinio y la inteligencia, para diseñar cuanto antes, los caminos para que la juventud, uno de nuestros tesoros más preciados, alcance el derecho a la felicidad. Los informes indican enfáticamente, que es necesario “atender a la juventud e invertir en ella, constituye una vía estratégica de transformación para el país y para el logro de mejores condiciones de vida y de convivencia social para todas y todos”.

Ciertamente hemos avanzado en torno al acceso de la educación como forma de escolaridad. No así en formación de competencias como ciudadanía y conocimiento de su entorno socio histórico, valoración de las virtudes humanas, dominio de otros idiomas, tecnologías digitales, ciencias y matemáticas, emprendedurismo o capacidad de diseñar iniciativas, aprender a aprender. Todo esto le abriría a nuestros patojos, mejores y mayores posibilidades de incorporarse adecuadamente en el mercado laboral. En esto, ciertamente, hasta hoy se ha fallado en el sistema educativo nacional. Se deberían de retomar las rutas de los valores cívicos y de las oportunidades de empleo. Pero, esencialmente, invertir para que los jóvenes puedan emprender y concretar iniciativas en diferentes áreas que les permitan entre otros aspectos, el logro de sus ideales e ilusiones por una vida plena de satisfacciones.

Así mismo, se deben abrir canchas deportivas con entrenadores especializados. Grupos musicales que van desde las bandas de instrumentos de viento, la marimba y guitarras. Encuentros culturales para los jóvenes. Olimpiadas que arranquen desde el caserío hasta el Estadio Nacional. Convertir en fiesta los triunfos internacionales de los jóvenes que sobresalen. Invertir en ciencia y tecnología. Ligarlos laboralmente al proceso de innovación tecnológica. Contribuir para que se reconozcan a través de la participación pública, en figuras  centrales de la vida del país. Estos son los retos planteados que el Estado y sus gobernantes deben de emprender, a fin de salir de la oscuridad a la plenitud de la luz.

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