Acerca de la vida, la historia y el cariño
Antropos
La vida de cada uno de nosotros, la propia y la de otros, está llena de recuerdos, nostalgias, ilusiones, sueños y metas que aspiramos alcanzar.
Esa y no otra, fue la vida de mi padre José Manuel España Martínez; por ello, ahora en voz alta, quiero honrar su nombre que llegó, según su propia cuenta a los noventa y ocho años y un poquito más.
Casi un siglo como si fuera poco. Una vida que, al vivirla, se vincula a la historia del país por su cercanía circunstancial, sin ser él mismo, escritor, periodista, empresario, catedrático, político o burócrata. Nada de eso, sino un pastor evangélico y un obrero a quien le gusto leer y platicar.
Compartir, hablar y hablar para entender el mundo y entretener el tiempo. Un carpintero, orfebre de la imprenta y pastor, nacido en San Vicente, aldea de Concepción Las Minas, en dónde junto a sus hermanos, cultivaban la tierra y se bañaban en el río antes de volver a casa para comer caldo de frijol, tortillas, queso y crema. Por las noches a tocar guitarra y contar cuentos.
Su ingreso a sociedad partió de los caminos pedregosos de su aldea, a la ciudad de Chiquimula, para estudiar en el seminario de la misión evangélica Los Amigos, en donde por cierto conoció a mi madre Virgilia Calderón Lemus. Estos misioneros llegaron al país en el marco del espíritu de la revolución de 1871, que abrió las puertas a la libertad de culto.
Los misioneros, grupo de menonitas norteamericanos, se asentaron en esta región del oriente del país, para realizar su trabajo teológico y educativo. Crearon un seminario para forjar evangelizadores, centros educativos y clínicas de salud. Y allí estuvo mi padre y mi madre, que se hizo pastor, tipógrafo y carpintero.
Siendo pastor nos llevó como gitanos, de iglesia en iglesia, recorriendo pueblos de Zacapa como Río Hondo, Santa Rosalía de Mármol, en la Montaña de las Minas, Ipala, San Jacinto, Concepción las Minas, Esquipulas, Quetzaltepeque.
En uno de estos pueblos chiquimultecos, advino en el año de 1954, la fecha en la que el coronel Carlos Castillo Armas, con el Cristo Negro del señor de Esquipulas en andas, con el arzobispo a la vanguardia y aviones de guerra entre las nubes del cielo, organizaron campesinos de caite para darle apariencia popular a una invasión destinada a derrotar la revolución democrático burguesa del cuarenta y cuatro, encabezada por el coronel Jacobo Arbenz Guzmán.
Y allí estaba mi papá junto a campesinos y trabajadores. Pensó en las dificultades a tomar en cuenta sin saber manejar fusil, pistola o metralleta. Le preocupó en el fondo de su corazón, que encaminarse a la batalla en donde tenía que tirar a matar a otros seres humanos, contradecía su fe cristiana, y esto no lo podría hacer. Felizmente lo dejaron en la comisión de abastos.
La historia siguió su rumbo y mi papá, como buen padre, siempre tuvo que trabajar limpiándose con la mano a cada rato, el sudor que le corría por la frente. Fue testigo por su labor, de otro hecho histórico importante, como lo fue la construcción de la carretera al Atlántico que conducía a Puerto Barrios. Con su martillo y serrucho, contribuyó como obrero, en la construcción de puentes. Cuentan sus amigos obreros qué por las noches, alrededor de una fogata, cantaban con guitarra en mano y contaban historias con picardías no malsanas. Se reían de los chistes y pasajes de la vida del oriente del país, que rozaba entre la realidad y la imaginación para vencer el cansancio y ahondar el sentido de pertenencia al pueblo que los vio nacer, en las cuales don José Manuel se destacaba narrando anécdotas de espantos y aparecidos. Cada una de todas estas palabras y sonidos de cantos, quedaron en los rincones de las vueltas del camino, pegado a un puñado de sudor que hoy es un recuerdo para algunos, en cada paso por ese transitar.
Los días y los años fueron pasando y nos fuimos a la capital. En este lugar de nuevo por diversas circunstancias, volvió a experimentar como obrero, la construcción de otro jalón de la historia nacional. Vivió esos momentos, encaramado en los altos andamios de la edificación del ostentoso edificio del Banco de Guatemala, el cual se convertiría como parte del centro cívico de la ciudad. Construcciones con nuevos diseños arquitectónicos de una arquitectura moderna con murales de bajos relieves hechos por los grandes artistas plásticos del país.
Desde los andamios mi papá tuvo la suerte de ver por primera vez, manifestaciones y luchas entre estudiantes, obreros y trabajadores, contra policías y ejército contra un gobierno anarquizado, deslegitimado, en las gestas de marzo y abril de 1962.
Al pasar los días, empezó a trabajar como carpintero, en el Colegio Evangélico América Latina. Fue testigo como simple mortal, de cómo en la década del sesenta hubo múltiples manifestaciones sociales, hasta el mismo nacimiento del movimiento insurreccional, que envolvió a la sociedad guatemalteca, en el miedo, temor, zozobra, desconfianza, angustia. Fue un momento en donde la tensión de los enfrentamientos armados, los asesinatos y desaparecidos, generaron, entre otros aspectos, crisis económica, pero curiosamente grandes beneficios por la apertura del Mercado Común Centroamericano. Fue también, paradójicamente el esplendor de la cultura con la poesía, la plástica, la música, la danza, el teatro, la narración. Todo un enjambre de grandes artistas. Y todo esto pasó por las pupilas de mi padre, como un gran observador acompañado de lectura y reflexión de los libros de la Biblia.
Esta fue parte de la vida de mi padre, testigo de un largo recorrido de la historia nacional, como largo fue su propio caminar. Campesino, pastor, tipógrafo, carpintero y como siempre un gran conversador imaginativo con dichos y anécdotas, abierto, espontáneo, contador de chistes y cuentos de pueblos y aldeas. Un hombre que nunca empuñó un cuchillo, ni revolver a pesar de ser de una región en donde el andar armado ha significado, una prueba de hombría y valor. Les llevó la contraria y con su palabra dulce y acogedora, pudo convivir tranquilamente en esta región, demostrando que no es necesario ser armado, para poder defender posiciones y mantener la dignidad humana. Fue la palabra, ni nada más. Una palabra de amor y comprensión como todo un buen cristiano lo sabe hacer.
Ahora valoro lo que logró cultivar en mí, con su palabra llena de viveza e imaginación, que dio camino para que la mente mía creciera al lado de anécdotas que parecían ciertas por la manera tan gustosa de su narración. Allí, al lado de un fuego con llamas tenues, me dormía soñando junto a la vida, la historia y el cariño, en aquella montaña ubicada en la aldea La Ermita, que mi abuelo Papancho, le prestaba para ordeño y mi madre hiciera queso seco y mantequilla de costal para vender y vivir de esto. Ahora, sólo quiero que mi hijas e hijo y los otros y los otros, y muchos otros merezcan crecer bajo el manto del afecto y el respeto, cultivando la imaginación y amando el saber.

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