La falsa retórica de los odiadores seriales
Existe Otro Camino
Un debate repleto de hipocresía y ausencia de autocrítica
No es la primera vez que se instala esta cuestión en el centro de la escena. De tanto en tanto reaparece como un reclamo sesgado de un sector que sólo busca culpables sin hacerse cargo de nada.
Todo lo que está sucediendo se parece más a un mezquino aprovechamiento de la coyuntura que a un verdadero acto genuino de pacificación. No termina siendo el resultado de la mesurada reflexión, sino solamente una manera más de sacar ventaja de una ocasión emergente. No existen dudas de que los fundamentalistas jamás ayudan demasiado a bajar los decibeles. Sus consignas fanáticas incitan a la intolerancia y entonces esa inercia no hace más que replicar malos hábitos.
La grieta es la expresión más primitiva de la barbarie contemporánea. Siempre son bienvenidas las discrepancias y nadie debería apostar por la homogeneidad ni por las hegemonías políticas e ideológicas.
Vivir en sociedad supone encontrar mecanismos que posibiliten establecer acuerdos de convivencia. Eso no significa pensar igual al resto, sino consensuar un conjunto de reglas que permitan compartir un hábitat y establecer relaciones cooperativas que se alimentan positivamente de esas diferencias que inexorablemente enriquecen el resultado final.
Un incidente puntual, esta vez, volvió a poner en el tapete la polémica sobre los “discursos de odio”. Negar su existencia no sólo sería necio sino extremadamente peligroso, porque no establecería ciertas alarmas completamente saludables para una comunidad que pretende progresar. Parte de ese equilibrio es advertir aquellos hitos que pueden ser inconducentes y qué en vez de propiciar un clima amigable, exacerban lo peor de los seres humanos. Pero también hay que tener cuidado con no pasarse de la raya, y convertir cualquier disidencia en un evento violento.
Discutir, inclusive con vehemencia no es sinónimo de odio. Los individuos tienen derecho a intercambiar opiniones y a defender sus convicciones con ímpetu. El problema en todo caso es la intolerancia con el pensamiento ajeno y esa vocación tiránica omnipresente proclive a impedir a los demás expresar sus visiones con total libertad.
Lamentablemente desde variadas facciones creen tener autoridad para establecer normativas que no apuntan a generar espacios plurales, sino más bien acallar a quienes no coinciden con sus subjetivas miradas.
En esa dinámica algunos se arrogan la facultad de definir qué se puede decir y qué no. Y no sólo eso, sino donde y como, hasta qué punto y de qué manera. El autoritarismo de esos personajes es realmente temerario porque suponen que pueden y deben decidir por todos como si alguien les hubiera otorgado esa potestad.
Los que entienden que debería erradicarse cualquier vestigio de discurso de odio podrían empezar dando el ejemplo. No se puede construir un ámbito de “amor”, patrocinando desquiciados, avalando delirantes o manteniendo en el entorno a las peores expresiones de las propias concepciones. A estas alturas no se trata de apalancarse sólo en lo que se dice, sino de certificar todo lo expresado con lo que se hace. No pasa por los grandilocuentes discursos sino por las conductas que hablan por sí mismas y no requieren de subtítulos, traducciones o interpretaciones adicionales.
Para acotar los desmadres hacen falta gestos muy concretos, esos que siguen ausentes en la política contemporánea. El agravio al adversario no es virtuoso, sino que deteriora las propuestas porque demuestran una debilidad argumental que es reemplazada por el ataque despiadado.
Es hora de mejorar la calidad institucional y eso incluye elevar la categoría de la dirigencia política. Si el único mecanismo para explicar las bondades que rodean a los principios que se defienden es descalificar al otro porque no coincide pues el nivel de debilidad intelectual debería asustar.
Tal vez sea tiempo de revisar las actitudes que se han asumido. Casi todos podrían ajustar sus esquemas, modificar su impronta y subir la vara apelando a cierta humildad imprescindible para construir puentes. Claro que a algunos les cuesta, pero abundan ejemplos en la historia global de lideres que pusieron “alfombras rojas” a sus contrincantes para juntos transitar un tramo y buscar un nuevo estándar que permita avanzar.
Para eso hace falta grandeza y es demasiado evidente que muchos lideres carecen de esa virtud. Quizás ellos no están preparados para conducir sus huestes en esta etapa. Es probable que les quede grande el reto y que en realidad no están aptos para lo que este trayecto requiere. A veces se les demanda a los políticos expresiones que no están en condiciones de aportar. Muchos de ellos sólo saben irritar y han edificado su poder fomentando el rencor y el resentimiento. No pueden ofrecer otra cosa. Pero tampoco deberían pretender que los demás brinden lo que ellos de ninguna manera pueden siquiera insinuar o simular.
Para superar los irreconciliables escollos faltan nuevos actores y posturas más atinadas. Estos de hoy están completamente agotados. No tienen nada novedoso para sumar y pretender que lo hagan sería un desatino. Es una buena oportunidad para dar vuelta a la página, buscar nuevos interlocutores, capacitados para trabajar en equipo a pesar de las divergencias. Si los de hoy no saben lidiar con la diversidad de ideas pueden ir dando el paso al costado. La sociedad necesita mejores lideres para esta transición. Esta mediocre generación de crispadores crónicos perdió su turno.
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