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Estulta oratoria del Presidente en la asamblea de la ONU

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El pasado 20 de septiembre el Señor Presidente pronunció un discurso durante el período anual de sesiones de la asamblea general de la Organización de las Naciones Unidas. ¿Exigió con furioso coraje que sea respetada la soberanía de su nación? No. ¿Demandó con energía patriótica que cese la intromisión extranjera e internacional en asuntos estrictamente internos de su nación? No. ¿Anunció con fogoso ímpetu su convicción de renunciar a cualquier convenio internacional que sea una intromisión en el propio régimen jurídico de su nación? No.

¿Denunció por lo menos que las finalidades originales de la Organización de las Naciones Unidas sobre paz y seguridad, relaciones amistosas, igualdad de derechos, libre determinación de los pueblos, cooperación, y respeto a los “derechos humanos” y a las “libertades fundamentales”, habían sido sustituidas por la finalidad de instaurar un gobierno mundial que impondría el socialismo? No. ¿Propuso por lo menos una reducción de la espantosa burocracia y la terrorífica tecnocracia de esa organización? No.

No hubo tal exigencia, ni tal denuncia, ni tal advertencia, ni tal propuesta. Hubo una exhibición de oratoria estulta. Esa oratoria comenzó con la afirmación de que “hemos llegado a pensar” que, con la Sociedad Naciones, de la cual surgió la Organización de las Naciones Unidas, ya no habría guerras sino paz eterna o una kantiana “paz perpetua”. Las “conquistas sociales” serían eternas. El mundo sería una maravillosa unidad indivisible. No habría “contradicción” alguna entre las naciones, sino que se fundirían extáticamente por obra de un hegeliano proceso de síntesis dialéctica. ¿No era estulta esa oratoria en la que el orador implícitamente afirmaba haber “llegado a pensar” que la Sociedad de Naciones transformaría la naturaleza humana, suscitaría una hermandad celestial entre las naciones y crearía un paraíso mundial más fabuloso que aquel que imaginó Karl Marx y que una residual demencia marxista persiste en imaginar?

La exhibición de oratoria estulta del Señor Presidente continuó con disquisiciones sobre “el cambio climático”, del cual, según él, son causantes los países industrializados. Es decir, supuso que es verdadero el religioso dogma de que hay un cambio climático global que consiste en un incremento de la temperatura provocado por la actividad económica del ser humano, productora de dióxido de carbono.

Estrictamente, en esas disquisiciones sobre el clima el Señor Presidente combinó lúcida estulticia y arrogante ignorancia. Efectivamente, ignoró que prestigiosos científicos no creen en un calentamiento global provocado por el ser humano. Algunos de ellos son Fred Singer, Richard Lindzen, Ivar Giaever, Arthur Robinson, Robert Carter, J. Scott Armstrong, Harold Warren Lewis y los científicos que firmaron el Manifiesto de Heidelberg. Algunos científicos hasta afirman que hay o que habrá enfriamiento global, entre ellos Habibullo Abdussamatov, Michael Lockwood, Horst-Joachim Luedecke y Carl-Otto Weiss. Y Thomas Allmendinger ha refutado la teoría del efecto invernadero atmosférico. Mi impresión es que el Señor Presidente carece, en general, de formación epistemológica sobre la naturaleza de las teorías científica, y en particular, carece de conocimientos matemáticos, físicos, químicos y biológicos requeridos para comprender los procesos climáticos planetarios.

El conflicto bélico entre Rusia y Ucrania brindó al Señor Presidente la oportunidad de enriquecer su exhibición de oratoria estulta. Dijo que había estado en Ucrania y que le “constó que el conflicto debe parar ya.” ¿Era necesario que estuviera en Ucrania para que “le constara que el conflicto debía parar ya”? El Señor Presidente se jactó de ser el único gobernante latinoamericano que había estado en Ucrania “en este conflicto”. ¿Debía ser condecorado por esa exclusividad? ¿Y cuántos gobernantes latinoamericanos, según él, tendrían que haber estado ya en Ucrania? El Señor Presidente “vio los horres de la guerra” y por eso se manifestó “abiertamente” (es decir, no “cerradamente”) en contra de la guerra “allí y en cualquier parte del mundo.” ¿Habría que ser testigo de los “horrores de la guerra” para oponerse a la guerra?

El Señor Presidente leyó parte de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas sobre la misión de esa organización. ¿Supuso que los representantes de naciones congregados en asamblea general de tal organización habían olvidado esa misión, y él tenía el mérito de recordarla? ¿Provocó estupefacción, en la asamblea, el profundo conocimiento que tenía de la carta?

La exhibición de oratoria estulta del Señor Presidente incluyó disquisiciones sobre tópicos que interesaban solamente a su nación, y por ello, en una asamblea de una organización a la que pertenecen 193 naciones, esos tópicos parecían aldeanos o provincianos. Por ejemplo, discurrió sobre concesiones forestales y número de hectáreas concedidas; incendios y planes forestales; creación de un seguro agrícola; incentivos para “uso y comercialización” de vehículos eléctricos; producción de energía eléctrica con “fuentes renovables” y vivienda “de interés social” (es decir, no “de interés antisocial” o “asocial”, o “individual”). ¿Pretendió el Señor Presidente que cada miembro de la asamblea, cuando volviera a su nación, relatara públicamente, regocijado, las hazañas de su gobierno?

La exhibición de oratoria estulta finalizó con una retórica trivial y superficial, portadora de un inventado clamor de urgente pacifismo, sublime fraternidad internacional y angustiada preocupación por las nuevas generaciones. Quizá el Señor Presidente intentó ser un santo predicador, un lúcido profeta o un iluminado salvador del mundo. En sus últimas palabras aludió a “estos tiempos oscuros y difíciles” y dijo que “elevaba” su oración para que “Dios bendijera al mundo”. Y advirtió que la “elevaba” “especialmente” para que Dios bendijera a su nación. ¿Creyó él que su Señorío Presidencial no era lo opuesto a una divina bendición de su propia nación?

Post scriptum. No creo que haya comenzado una disputa internacional por conservar el precioso texto original del discurso del Señor Presidente, y convertirlo en un modelo clásico del arte de una oratoria irresistiblemente persuasiva.

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