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Corrupción de magistrados del TSE: Apariencia y realidad

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En agosto del año 1983 se integró la primera magistratura del Tribunal Supremo Electoral. En el año 1985 se celebraron las primeras elecciones generales convocadas precisamente por aquella magistratura. Durante décadas continuaron los procesos electorales generales sometidos a la autoridad de magistraturas cíclicamente renovadas.

El ciudadano podía decepcionarse de los partidos políticos, de los candidatos, de la publicidad, de la propaganda. Podía decepcionarse todavía más del desempeño de aquellos a quienes, mediante el voto, había adjudicado funciones públicas. Empero, el prestigio de la magistratura del Tribunal Supremo Electoral persistía como un navío que resistía la tormenta y no naufragaba.

El ciudadano podía sospechar o creer que los candidatos eran ineptos; que la corruptibilidad era su atributo esencial; que su exclusivo interés era beneficiarse ilícitamente del tesoro público; que emplearían su poder para obtener el delictivo favor de magistrados, jueces y fiscales; y que tendrían certeza suficiente de codiciada impunidad. Empero, el prestigio de la magistratura del Tribunal Supremo Electoral persistía como un explorador que, en la selva, logra eludir un terreno cenagoso.

El ciudadano podía elegir diputados que eran una confiable promesa de degeneración del poder legislativo del Estado, y de conversión del Palacio Legislativo en un antro de tortura de la justicia, aniquilación del derecho y subasta de la ley. Podía elegir presidentes de la república cuyos mejores atributos, en el ejercicio del poder, eran la ineptitud y la deshonestidad; y cuyas más irresistibles propensiones eran el arrebato orgiástico, la embriaguez y el banquete. Podía elegir alcaldes dispuestos a convertir al municipio en un feudo servidor de sus intereses personales y familiares. Empero, el prestigio de la magistratura del Tribunal Supremo Electo persistía como una orquídea que se erguía inmaculada sobre el pantano.

El ciudadano podía creer que la democracia era el medio más seguro de elegir a los peores ciudadanos que desempeñarían funciones públicas legislativas, ejecutivas y municipales. Podía creer que la democracia era el régimen más idóneo del Estado para diseñar su más aciago futuro, o para conferir a los políticos, legítimo poder de procurar su propio e ilícito bien. Empero, el prestigio de la magistratura del Tribunal Supremo Electoral persistía como un refulgente diamante entre rústicas piedras.

Así sucedió hasta que advino el proceso electoral del año 2019, cuando la magistratura del Tribunal Supremo Electoral suscitó fundadas sospechas o verosímiles conjeturas de fraude electoral. Tal magistratura fue, entonces, el navío naufragado. Fue el explorador que no eludió el terreno cenagoso, sino fue la ciénaga misma. Fue, no la orquídea erguida sobre el pantano, sino el pantano mismo. Fue, no el diamante, sino la rústica piedra.

Esa magistratura fue naufragado navío, ciénaga, pantano y rústica piedra, no porque hubiera cometido un comprobado fraude electoral, sino porque, por su ineptitud, su incompetencia, su negligencia, y su indisimulado interés político, había destruido el prestigio de una institución esencial en una democracia. Entonces esa institución se agregó a aquellas que, como el Congreso de la República, el Organismo Ejecutivo, la Corte Suprema de Justicia, la Corte de Constitucionalidad, el Ministerio Público y la Procuraduría de los Derechos Humanos, habían incrementado licenciosamente su desprestigio, hasta ser una maldición nacional.

La magistratura actual del Tribunal Supremo Electoral intenta repetir la obra malefactora de la magistratura anterior, con arrogante originalidad: pretende contratar bienes y servicios destinados al próximo proceso electoral, cuyo valor equivale a cientos de millones de quetzales; pero no hay certidumbre, sino incertidumbre, de la licitud legal y de la honestidad de la contratación, aunque, por una torpe deficiencia de la ley, pudiera reclamarse impoluta legalidad.

Es de magnitud tal esa incertidumbre que conjeturo que hay identidad entre apariencia y realidad. Es decir, conjeturo que los magistrados del Tribunal Supremo Electoral, que parecen ser corruptos, lo son. Lo conjeturo solamente por su intención, que es interpretar la ley de modo tal que puedan evadirla, y no exponerse a persecución penal pública.

Post scriptum. Los actuales magistrados del Tribunal Supremo Electoral no parecen estar ansiosos de licitud legal y de honestidad, y de abstenerse de aprovechar innecesariamente las excepciones que puede contemplar la ley, y preferir la norma ordinaria. Tampoco parece importarles, con cívico pudor, la apariencia de corrupción, sino parece importarles, con cínica impudicia, la apariencia de legalidad.

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