Tu felicidad es mi felicidad
Antropos
Meciendo mi escasa memoria de la niñez, tengo presente la sombra de un árbol de amate en la que por las tardes, sobrevolaban los pájaros con gran algarabía, antes de dormir. Frente a este majestuoso monumento del verdor, en el mero centro del pueblo de Quetzaltepeque, emergía el edificio municipal con sus amplios corredores y una torre con un reloj que marcaba perezosamente el tiempo.
A su alrededor, la cafetería en donde vendían ricos helados de nance, coco, mango, crema, tistes fríos con pedacitos de hielo que lograban ahogar la sed de los calores. Al lado de la colosal iglesia colonial, los andenes se llenaban de colores todos los domingos porque las campesinas colocaban sus ventas para el consumo nutricional de los pueblerinos. Por ahí caminaban todos haciendo sus compras y de paso, aprovechaban para comprar una gallina que iba directo a la olla. Huevitos rosados yema roja. Queso fresco, oreado, duro, crema y mantequilla de costal. Metido en un callejón, se arrejuntaban comedores al lado de la carnicería que los domingos vendían carne fresca que adquirían en el matadero ubicado en la entrada del pueblo, justo a la par de un puente viejo y de una molienda con los bueyes rondando alrededor de una máquina que molía la caña de azúcar, para llevarlo a los peroles que soltaban olores humeantes con lo que hacía los dulces de panela para endulzar el café y melcochas para el deleite. Por otro lado, se ponían los canastos de chicharrones, longanizas, butifarras y chorizos, con racimos de humeantes tortillas.
Bajo las hermosas ramas del árbol de amate, nosotros, siendo niños, jugábamos cincos (canicas), metiéndolos en los hoyitos tras una medida de nuestras manos pequeñas. Por las tardes los mayores se acomodaban en bancos de madera a contar historias, chistes y habladurías. Y por las noches, era el lugar ideal para tomar unos tragos de licor cuya marca era el barril. Otros a saborear una cerveza o un vaso de tiste acompañados de tostadas de frijol o de tomate con queso seco espolvoreado.
El árbol de amate fue un punto de reunión, ahora ya en el pasado, porque, lamentablemente, bajo la administración de un alcalde, sucumbió para construir el mercado municipal, Qué por cierto, los vendedores nunca abandonaron los andenes donde tradicionalmente se ubicaban y el tal mercado, hasta donde recuerdo, no logró lo que el alcalde pretendía. Lo mismo sucedió, cuando decidió arrancar las piedras de las calles del pueblo e hizo hondonadas para adoquinarlas con ese afán modernizante. Se perdió la magia de calles empedradas y del árbol de amate que acogía bajo sus ramas a toda la población.
Pues traigo a la memoria estos detalles, para contarles que un día jugando cincos de un hoyito a otro, se nos acercó, un muchacho mayor que nosotros y el cual siempre imponía miedo. Era alto, gordo y descalzo. Con una risa burlona nos fue cercando con miradas de ogro y con sus dedos gordos del pie, cada vez que empujábamos con nuestros dedos de mano los cincos, él los cogía y se los terminaba llevando a la bolsa.
No sabíamos que hacer. Nos fue desesperando porque no lográbamos ser felices con el juego de cincos. Nos guiñamos los ojos y en un acto de defensa de nuestra integridad, lo cogimos de las piernas y logramos llevarlo al suelo. Ahí nos sentamos en su regordete estómago y le proferimos palabras de que nos dejara disfrutar de este juego infantil. Cual fue nuestra sorpresa, que al liberarlo, nos persiguió por toda la calle, hasta que llegó a un límite en el cual ya no podía traspasar, porque eran los dominios de los arribeños.
Desde entonces, buscamos otras sombras para seguir el juego de los cincos. No nos volvió a ver, sino años después, ya siendo jóvenes. En una esquina de la plaza empezamos a recordar con chistes y risas, todos aquellos pasajes, en los cuales él nos producía miedo y ahora en cambio, hilaridad y amistad pueblerina. El árbol de amate no existía y las calles de piedra se convirtieron en calles adoquinadas. La refresquería de los helados de nance y tiste se fue para otro lado. Pero el palacio municipal aún no había sucumbido, ni la felicidad de rememorar aquellos momentos de una niñez en la cual fuimos felices, ni el olor espumeante de miel de panela de la molienda.

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