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Ignorantes candidatos presidenciales y maldición electoral

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En el actual proceso electoral reconozco un mérito de los candidatos presidenciales, desde aquel que tiene la menor intención de voto quizá merecida, hasta aquel que tiene la mayor quizá inmerecida. Ese mérito consiste en la abusiva osadía de ser precisamente candidatos presidenciales. Hay excepciones.

No son culpables de esa osadía. Si tuviera que haber culpables, lo serían aquellos ciudadanos que tienen suficientes méritos académicos, o intelectuales, o morales, o patrióticos, y aptitud para ser idóneos gobernantes, y que tuvieron la oportunidad de ser candidatos presidenciales, y no quisieron serlo. Quizá estaban más dispuestos a soportar la vergüenza de ser gobernados por los peores, que a tener el honor de gobernar ellos mismos y evitar esa vergüenza.

Reconocido ese mérito de los candidatos presidenciales, puedo admitir que sean ignorantes de la ciencia de la lógica, y que no sepan qué es un razonamiento válido; o de la ciencia matemática, y que no sepan qué es un número primo; o de la ciencia física, y que no sepan qué es la ley de la inercia; o de la ciencia química, y que no sepan qué es la ley de las proporciones definidas; o de la ciencia biológica, y que no sepan qué es una célula eucariota. Empero, no puedo admitir que sean ignorantes de la ciencia de la política. Y me parece que lo son, con brillante plenitud. Hay excepciones.

También puedo admitir que los candidatos presidenciales sean vulgares, demagogos, irresponsables, deshonestos, indecentes, traidores, matreros, prototipos de la villanía, artífices de patrañas, adversarios de la verdad, socios de narcotraficantes, codiciosos apetentes del tesoro público, arrogantes seductores de los pobres y humillados mendigos de los ricos; padres de la ilicitud e hijos de la deshonestidad; y, en el supuesto de que no han sido acusados, ni han sido sujetos de persecución penal pública, ni juzgados y condenados, aparentes súbditos de la legalidad y reales violadores de la ley. Empero, no puedo admitir que sean ignorantes de la ciencia de la política. Y nuevamente me parece que lo son, aunque, esta vez, con arrogante esplendor. Reitero que hay excepciones.

Platón, en su dialógica obra El Político o de la Realeza, afirmó que el político era aquel que poseía la ciencia del gobierno del Estado, o ciencia cuya finalidad era procurar el bien del Estado, que era el bien de todos sus miembros. Era la ciencia de la política. Platón la denominó ciencia regia porque, por tener aquella finalidad, reinaba sobre las otras ciencias. Efectivamente, procurar el bien del Estado no era, por ejemplo, finalidad de la geometría, o de la astronomía, o de la física; y entonces quien debía gobernar el Estado no debía ser el geómetra, el astrónomo o el físico. Debía ser el político, precisamente porque sabía cómo procurar el bien de todos los miembros del Estado; y gobernaba para procurarlo.

Mi parecer de que los candidatos presidenciales son ignorantes de la ciencia de la política, de aquella platónica ciencia regia, se origina en sus triviales discursos, ridículas declaraciones, falaces argumentaciones, torpes expresiones publicitarias, circense retórica propagandística, miserables intervenciones en foros públicos, bufonescas controversias, demencia ideológica y promesas que intentan complacer a una resentida, envidiosa, depredadora y destructora muchedumbre.

Conforme a la ciencia de la política, a aquella ciencia regia, el bien de todos no puede consistir en bienes materiales, como mesas, zanahorias, vacas, asnos o tierra agrícola. Consiste en una calidad jurídica: el igual poder de todos de ejercer iguales derechos para que cada uno pueda procurar su propio bien. El primer derecho es la libertad, del cual inmediatamente se originan dos derechos: el derecho a la vida, o libertad de disponer de la propia vida (y solo el ser humano libre, y no el esclavo, puede tener ese derecho), y el derecho a la propiedad privada, que es libertad de adquirir y tener bienes propios y disponer de ellos (y solo el ser humano libre, y no el esclavo, puede tener ese derecho). Y gobernar es garantizar el igual poder que tienen todos, de ejercer los iguales derechos.

Empero, los candidatos presidenciales, precisamente por ser ignorantes de la ciencia política, de la auténtica o legítima política, parecen creer que el bien de todos consiste en que todos posean bienes materiales equitativamente,  para que todos sean igualmente ricos, aunque finalmente todos sean igualmente pobres, excluidos los gobernantes.  Y parecen creer que gobernar es, por ejemplo, procurar el bien de la mayoría con el costo del mal de la minoría; o beneficiar a unos y maleficiar a otros mediante la concesión de privilegios; o imponer la artificial igualdad y evitar la natural desigualdad; o conducir la economía conforme al interés de los gobernantes y de una privilegiada plutocracia; o expropiar patrimonio de quienes tienen un lícito patrimonio mayor para darlo a quienes tienen uno no injustamente menor; o inventar derechos, tantos como requiera halagar a aquella muchedumbre resentida, envidiosa, depredadora y destructora.

Esos candidatos, en íntimo contubernio con el Tribunal Supremo Electoral y aprovechamiento de una estúpida Ley Electoral y de Partidos Políticos, son una maldición del actual proceso electoral. Son una degeneración de la democracia. Son un infortunio de la república. Son una difícil, costosa y hasta imposible prosperidad del Estado. Destruyen la esperanza de una vida mejor de los guatemaltecos, y obligan a esforzarse para que el mal no sea mayor, o el bien no sea menor. Debo insistir en que hay excepciones; pero debo advertir que probablemente triunfará la regla.

Post scriptum. Algunos candidatos a la Presidencia de la República me parecen más aptos para corromperse que para gobernar. Algunos candidatos a diputado me parecen más aptos para cultivar maíz que para decretar leyes propias de un Estado justo. Y algunos candidatos a alcalde me parecen más aptos para repellar paredes que para gobernar el municipio. Por supuesto, alguno tiene que ser el presidente, y algunos tienen que ser los diputados o los alcaldes. Empero, anhelo que lo sean con el menor número factible de votos, para que, en la presunta legitimidad legal de la elección o de la imposición de candidatos, esté subyacente la efectiva ilegitimidad moral.

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